--- On Thu, 7/24/08, Mompox [EMAIL PROTECTED] wrote:
#yiv1410220644 v\:* {
}
#yiv1410220644 v\:* {
}
Un día Cabascango definitivamente dejó de ir a la escuela, más pudo la
necesidad que las letras y el idioma ajeno. Fui a verlo a su choza, me dijo que
había que trabajar, que los runas solo habían nacido para eso, que esa era la
voluntad de dios.
Enviado por : Red de Comunicación Comunitaria Ecuador
Quito-Ecuador
LA ORFANDAD DE UN IDIOMA
Por esas cosas de familia que nunca hacen saber a los niños, llegué a vivir en
Tabacundo, actualmente a una hora al norte de Quito; en ese entonces a tres
horas en un bus destartalado que salía a las tres de la mañana y en donde todos
los pasajeros debíamos apiñarnos con maletas, ponchos, costales de granos y las
ráfagas de viento que se descolgaban del nevado Cayambe.
Tenía ocho o nueve años, era el año en que el Bombita derrocó a Velasco
Ibarra por lo que en la escuela nos dieron vacación. Estaba en quinto grado y
también era la época en que no había jardín de infantes, o pre-escolar, como lo
dicen ahora.
El primer día de escuela me sorprendieron con una pregunta: ¿era de la Liga o
El Nacional?. Dije del Nacional, porque me sonaba más a país. En el recreo
siempre los encuentros de futbol eran Liga contra Nacional: no había otra
opción.
En el primer partido, del primer recreo, del primer día de escuela, me
sorprendieron nuevamente: la mayoría de jugadores se sacaron los zapatos para
jugar. Luego supe que era la forma de conservar los zapatos pues no había
dinero para comprar otros; pero también supe que a los que no nos sacábamos nos
tildaban de burro con herraduras.
Como a la semana de empezada las clases, o quizá más, llegó otro niño, llevaba
una vieja funda de tela a un costado y un cuaderno. No recuerdo su nombre, pero
recuerdo con toda claridad su apellido: Cabascango.
Cabascango llegaba tarde casi siempre, y casi siempre era castigado con un
jalón de orejas, con un reglazo en la mano o con un correazo en las nalgas. No
lo castigaban por atrasado; lo castigaban por vago, por testarudo, por imbécil;
lo castigaban porque siempre se justificaba diciendo: es que tuve que ir a
dejar a los wagras al potrero. Eterna disculpa, y eterna maldita palabra por
la que debía soportar los latigazos.
Era tan imbécil que no podía decir toros, era tan retardado que no podía
aprenderse, aunque sea de memoria, una sola frase: es que tuve que ir a dejar
a los toros, o a las vacas, o a los chivos, o a cualquier mierda de animal que
no sean los fastidiosos wagras (o guagras, o huagras; no sé como se escribe).
Cuando tocaba reglazo, Cabascango estiraba su mano firme, no pestañaba, recibía
el castigo y no mostraba dolor, luego iba a su asiento y se mantenía callado.
De reojo, lo veía como se fregaba la mano para mitigar el dolor que sí existía.
Un día el profesor revisó pañuelos. Todos debíamos llevar un pañuelo limpio,
planchadito, impecable. Ese día no lo llevé. Cabascango tenía uno que parecía
trapo de fregadero. Reglazo para los dos. Doble reglazo para mí porque, del
miedo, retiré la mano al primer intento: entonces supe lo doloroso que era
aquello. Desde entonces cada reglazo que recibía Cabascango me recordaba mi
propio dolor y me imaginaba que salía a defenderlo, me imaginaba que mordía al
profesor, que lo pateaba en los tobillos, que lo ponía zancadillas; esperaba
cada vez que el profesor jugaba futbol para caerlo a patadas.
Un día Cabascango no vino a clases. Otra vez los wagras, pensé; pero no vino
tampoco al día siguiente, no vino toda la semana. El profesor preguntó si
alguien sabía donde vivía. Nadie lo sabía.
Volvió una semana después, demacrado, había burlado a la muerte que le quiso
sorprender con una pulmonía.
¿Como estás?, le pregunté en el recreo. Me miró con desconfianza; de lo que
recordaba, nadie le había hablado hasta entonces, quizá porque llegaba tarde a
la escuela y salía corriendo no más repicaba la campana para la salida a casa.
Desde ese día empezamos a hablar; luego me llevó a su casa. Era una choza con
tapiales gruesos y cubierta de paja; muy obscura, con una mesa en el que ponían
un mechero para hacer los deberes.
En esa choza aprendí que no solo había wagras, sino que eran caris y warmis,
aprendí que al espanto se lo cura con flores y huevos, que tenía un shungo
que más tarde me harían doler las warmis; aprendí que también yo era un runa y
que ango es una familia de taita Atahualpa; aprendí que el ari y el mana no
son una oposición, sino un complemento. Aprendí que un papel blanco clavado en
el tapial con puntas de penco significaba que en esa choza había pan de venta,
y que una bandera roja significaba carne. Aprendí que hay una lengua y una
iconografía que ha permanecido en el tiempo pese a los latigazos. Aprendí a
decir diosolopay a la tierra, esa rara palabra que nunca supe de donde venía
pero que significaba dios se lo pague, aunque se trate de un dios ajeno.
Un día