Interesante esto que tenia por ahí guardado.

Alex Condori

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Revista Escape - La Razon - Bolivia
(24/06/2001)
LOS CHIPAYAS NO SE RINDEN

Rafael Sagárnaga • Fotos: Eric Bauer

La historia de esta etnia andina se pierde en el tiempo. Hoy su mítica
resistencia se enfrenta a la furia de los elementos y a una creciente
emigración. Una iniciativa internacional busca convertirla en Patrimonio
Cultural de la Humanidad.
Parada Soledad se asemeja a la llegada a un confín del planeta. Un aire de
desolación predomina en este último tramo del viaje hacia el sur de la
provincia Atahuallpa a casi 200 kilómetros de Oruro. La vegetación
altiplánica se mezcla paulatinamente con arenales y salares; junto a la ruta
aparecen espectrales chullpas y casas de piedra volcánica abandonadas.
Vigías de palo y trapos, similares a espantapájaros, se distinguen en
algunos puntos de las alambradas que separan territorios cantonales.
15 kilómetros más adelante el camino de ripio es reemplazado por uno muy
deleznable en el que se mezclan la sal y el barro y al que se suman dos
cruces al río Lauca que durante las noches se convierten en trampas de
hielo.
De pronto empiezan a surgir como en un espejismo las siluetas de unas
construcciones distintas a las que comúnmente se levantan en Los Andes. Sus
paredes conformadas por adobes son cilíndricas, sus techos son cónicos de
barro o cupulares de paja. Se multiplican por cientos y se pierden en el
horizonte. Parecen formar un reino mítico y no está lejos de serlo: son el
emblema de la nación Uru chipaya cuyo eje capital se halla a 30 kilómetros
de Parada Soledad.
Rodeados por los ríos Lauca y Barras y colindantes al lago Coipasa, los
ayllus de Aransaya (oeste), Manansaya (este), Visturavi (sur) y Aiparavi (la
hondonada) conforman esta comunidad a la que se atribuye una existencia de
más de 2.000 años.
Gran parte de la población parece vivir en un mundo detenido en el tiempo,
sin embargo, en el centro de Chipaya se desarrolla una zona semiurbana que
rompe con las características del entorno. La componen decenas de
construcciones rectangulares con techos de calamina y otros materiales
industriales. Pequeños negocios, servicios e instituciones se han
establecido en las incipientes calles. Los adelantos de la modernidad como
paneles solares, motonetas y aparatos electrónicos se abren paso
tímidamente. La vestimenta occidental es muy frecuente.
En Chipaya los pobladores guardan un mutismo proverbial. Todo visitante debe
informar sobre los motivos de su llegada a las autoridades comunitarias.
Alcalde y jilakatas evalúan sus intenciones y luego dan su veredicto.
Guardan un especial celo por sus tradiciones.
"Hace mucho que nos cansamos de ser utilizados por gente  que nos engañó
para luego lucrar con nuestra cultura. Han hecho películas, postales, un
negocio. Decían que era para ayuda…", señala un dirigente.
La etnia Chipaya escribe su historia desde tiempos inmemoriales. Fue parte
de la nación Uru, pero se diferenció de otros grupos al decidir no mezclar
su raza. La determinación les valió hace siglos una dura rivalidad con otras
culturas. Los aymaras, tras un acoso sistemático, los confinaron a este
inhóspito páramo de apenas 441 kilómetros cuadrados.
Chipaya es un mundo silencioso que pone acentos de leyenda en el momento
menos pensado: una niña de ojos vivos ataviada coquetamente con sus decenas
de trenzas, sus orquillas y su ajsu corriendo; un conjunto de cazadores que
organizan sus estrategias en torno al lago con sus armas y trajes
ancestrales mientras el sol se expande en el agua; un grupo de adustos
ancianos que dialogan en su enigmático idioma son rasgos de la pintoresca
cotidianidad.
Pero en el paisaje también se impregna el drama. En estos días los chipayas
viven en un estado de movilización que se asemeja al de una guerra. Cada
mañana familias completas se dirigen al río para levantar un defensivo que
va adquiriendo  proporciones significativas: más de nueve kilómetros de
largo, 1,60 metros de alto y 1, 20 de ancho. Miles y miles de tepes son
ajustados diligentemente.
Las torrenciales lluvias que la región sufrió entre noviembre y marzo
estuvieron a punto de arrasar con el pueblo. Los mayores no recuerdan una
riada peor y creen que el fenómeno tiende a agravarse cada año.
El alcalde, Juan Felipe, reflexiona: "Nuestro territorio es pequeño,
salitroso, desértico; las lluvias afectaron las áreas de pastoreo y siembra.
Necesitamos nuevas tierras".
Pero la creciente fuerza de los temporales no es la única amenaza para los
chipayas. Diversas voces lanzan una alarma que paulatinamente toma
cuerpo:"No puh, chita que las cosas no marchan en Bolivia para naah", señala
uno de los jóvenes que trabaja en el defensivo. Retornó recientemente de
Antofagasta para cumplir con la comunidad, pero sueña con volver a los
valles chilenos.
Más extravagante se muestra un singular turista ataviado con traje sport que
trajina por el centro del pueblo con una cámara de video y hace relatos al
micrófono. "Nací aquí, pero mi vida cambió, ya no puedo vivir como antes",
confiesa este chipaya cuyo interior busca aferrarse a sus colosales raíces a
través de una filmadora japonesa.
El fenómeno de la emigración se ha incrementado en progresión geométrica en
los últimos años, en el pueblo se asegura que un 50 por ciento de la
población reside en el norte de Chile. La tendencia se agrava cuando llega
la vacación escolar y cientos de  adolescentes viajan para emplearse en la
agroindustria. Sin embargo, algunas madres señalan que vuelven cambiados,
con aires de autosuficiencia, con vicios y sin respeto a sus mayores.
Pero la mítica resistencia chipaya no se muestra ausente ante las amenazas
de los nuevos tiempos. Las labores mancomunadas y plenas de reciprocidad son
acatadas disciplinadamente al llamado del pututu; los trajes típicos, el
ajsu (femenino) y el qhawa(masculino), son de rigor en toda reunión
importante; en cada hogar los mayores instruyen a sus descendientes en las
técnicas de trenzado, tejido y  caza. En la escuela grupos de docentes
forjan la normatización de la lengua chipaya.
Los últimos dos meses fueron para esta antiquísima nación tiempos de
concilios y cabildo, de visitas extrañas y viajes agitados. Las esperanzas
cobran nuevos bríos: en mayo el municipio aimara de Sabaya les cedió una
franja de tierra y hace unos días la ONG francesa Point D´Appui y la
boliviana Cedpan pactaron con la comunidad un proyecto para exportar
cañahua.
Los jilakatas han puesto su costosa confianza en los responsables de la
empresa. Uno de ellos, el francés Jean Marie Galliath, se ha sumado
activamente a la iniciativa que  se esboza en algunos círculos
internacionales: declarar al lugar Patrimonio Cultural de la Humanidad.
El compromiso vuelve a poner a prueba el temperamento del pueblo milenario.
Muchas experiencias fueron amargas, pero también hubo otras lecciones: los
ancianos recuerdan a dos "gringos" que vivieron en los ayllus durante 16
años.
Hace más de cuatro décadas la imagen de una niña chipaya recorrió el mundo.
El cineasta Jorge Ruiz y su equipo filmaron la película Vuelve Sebastiana.
La obra motivó a los académicos,  pero también estimuló a demagogos y
estafadores. Su mención en la comunidad chipaya despierta más de una
polémica.
Hoy Sebastiana Quispe tiene 59 años y recuerda con sentimientos
contradictorios su gratuita participación en el filme, mientras se encamina
al defensivo a construir la parte asignada a su familia. Sabe que debe
levantar ese muro para proteger a su pueblo y lo reafirma llorando. En
febrero las aguas dejaron sin pasto a sus ovejas y obligaron a su esposo a
emigrar prometiéndole días mejores. Ella lo esperaba para San Juan cuando el
ayllu intercedería ante los elementos.

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Lista de discusión Aymara 

http://aymara.org/lista/lista.html
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