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OCULTISMO                            OVNIs                       PARAPSICOLOGÍA

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AL FILO DE LA REALIDAD
"Disiento con lo que dices, estoy en total desacuerdo con ello, pero defendería 
con mi vida tu derecho a decirlo". VOLTAIRE


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Director: GUSTAVO FERNÁNDEZ                              Técnica: ALBERTO MARZO 

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Año 1                          Jueves 7 de setiembre de 2000                    
       # 19


  
LOS MONSTRUOS AUTÓCTONOS

escribe GUSTAVO FERNÁNDEZ
www.alfilodelarealidad.com.ar
 
Apariciones de OVNIs y monstruos desde la más remota antigüedad.

         A veces tengo la fuerte impresión de que esos seres a los que tratamos 
de monstruosidades son pantallazos percibidos de la vida existente en 
dimensiones paralelas. Polizones, que alguna irregularidad en el continuum 
espaciotemporal dejó caer en nuestro mundo. La imposibilidad de su captura 
(pero su demostrada realidad física); la alteración de sus morfologías (un 
mismo ente suele aparecer con formas distintas); lo cíclico de sus 
reapariciones (como si en determinadas épocas y lugares se abrieran 
circunstanciales “ventanas” interdimensionales) abonan esta concepción. Son 
típicos fenómenos forteanos, manifestaciones de origen aparentemente artificial 
o inteligente que escapan no sólo a nuestras clasificaciones sino también a las 
más elementales conclusiones que puede dictarnos la lógica, y que toman su 
nombre de Charles Fort, escritor y buceador de lo desconocido de principios de 
siglo.

         Creo, en realidad, que se trata de entes que se nos manifiestan con 
esas particulares morfologías, lo que equivale a decir que es casi seguro que 
no los vemos tal cual en realidad son. Quién sabe. Después de todo, tal vez el 
mismo origen tenga el propio fenómeno OVNI, el fenómeno “forteano” por 
excelencia.

         Así que voy a relatar aquí varias crónicas de monstruos. Como el 
“ukamar zupai” y otros, con orígenes perdidos en las brumas del tiempo. Otros, 
en cambio, inquietantemente contemporáneos. Todos, fieles exponentes de mitos 
legendarios que, a diferencia del folklore habitual, no quedan relegados al 
pasado sino que extienden las sombras de sus presencias hasta aquí y ahora. Y 
cuando uno, como es mi caso, tiene encuentros cercanos con algunas de esas 
experiencias –alucinatorias, dirán algunos; reales, sospecharán otros pero, 
después de todo, ¿qué es lo “real”?– atraviesa varias etapas.

         Primero, dudar de la propia cordura. Después (porque, aunque 
alardeamos de que no nos importa el “qué dirán”, vivimos en sociedad, y eso 
pesa) la incertidumbre de contarlo o no, ya que seguramente sí serán los otros 
quienes harán girar el dedo índice sobre la sien. Y, finalmente, volcarlo por 
escrito: a fin de cuentas, depende del juicio de los lectores la credibilidad, 
sin abundar en párrafos novelescos, de las propias experiencias y de la 
reflexión de los mismos comprender –como yo he hecho– la relación que tienen 
estos eventos tan cercanos en el espacio geográfico de uno con la presencia de 
extraterrestres. ¿Y si estos entes fueran parte de un experimento que 
inteligencias alienígenas vienen efectuando sobre nuestro planeta para evaluar 
la adaptabilidad de especies o razas exógenas a esta biosfera?. De ser así, 
estas entidades serían meros “conejitos de Indias”, ratas de laboratorio 
soltadas en el laberinto de nuestro mundo.

 

Provincia de Salta: gritos en la noche

         Todos, alguna vez, hemos oído hablar del “yeti” o “abominable hombre 
de las nieves”, ese desagradable bípedo peludo, de unos dos metros promedio de 
altura, cubierto por duras cerdas rojizas y que, despidiendo un olor fétido, se 
entretiene en sembrar las nieves del Himalaya con sus huellas, o hacer fugaces 
apariciones asustando a desprevenidos pastores mientras se alimenta con los 
ojos y testículos de bueyes solitarios que ataca, a los cuales mata de un 
formidable golpe de puño en la testa.

         Desde su primera aparición oficial ante una expedición franco-suiza en 
enero de 1919, cuando las ya remotas leyendas tibetanas –que hablan, no ya de 
uno, sino de familias de yetis, las cuales se pasean desde las sombras del 
pasado– ganaron la opinión pública, ésta se dividió en dos bandos 
irreconciliables. Al igual que lo que pasara con el mucho más publicitado 
monstruo de Loch Ness –lago escocés que albergaría algunos bichos parecidos a 
plesiosaurios antediluvianos a quienes los lugareños apodaron cariñosamente 
“Nessies”– quienes defendían la hipótesis de su existencia llevaron, durante 
decenios, las de perder. En las últimas dos décadas, con sobrados elementos 
tecnológicos a nuestro favor (y digo “nuestro” porque, mea culpa, yo soy uno de 
los delirantes que afirma su existencia) y con otro paradigma en la mentalidad 
de algunos popes científicos, las pruebas a favor de la existencia de ambos 
crecieron hasta límites insdospechados, si bien en esta cuestión, en honor a la 
verdad, no existe límite alguno. En la actualidad, Nessie prácticamente figura 
en las enciclopedias de historia natural, y en cualquier momento uno de los 
grandes zoológicos del mundo tendrá un yeti haciendo monerías dentro de una 
jaula.

         Este último, cuyo nombre deriva de las palabras en idioma nepalés 
“yeh” (“bestia salvaje”) y “teh” (lugar rocoso), tiene –o tuvo– desde las más 
remotas memorias autóctonas y hasta 1955 o 1956, su réplica en la provincia 
argentina de Salta, en toda la región de Tolar Grande  –más concretamente en 
los alrededores de los pueblos de Tolar Grande, Caipe, Quebrada de Agua Chuya, 
las cercanías del Salar de Arizaro, Morro del Pilar, Qutilipi, Chicoana y 
Socompa– la que se vio estremecida, en principio, por las apariciones de 
extraños artefactos luminosos en el cielo que luego de evolucionar sobre los 
poblados parecían descender en las montañas. A fines de 1955, el fragor de una 
violenta explosión repercutió en la zona de Tolar Grande. La misma fue 
atribuída por los lugareños al choque de una presunta nave espacial contra el 
nevado Macón, que ellos  habían visto sobrevolar en distintas oportunidades por 
sus alrededores. Posteriormente, fueron hallados restos metálicos en las 
laderas del cerro, y el 13 de abril de 1956 nuevamente fueron observados, 
durante todo el día, raros objetos en el Salar de Arizaro. Integrantes de un 
campamento de la Dirección de Vialidad y miembros de Gendarmería Nacional 
Argentina fueron testigos. Los últimos, obtuvieron fotografías.

         Aún más; un comunicado oficial hecho público por Gendarmería ratificó 
el suceso: se trataría de aeronaves que tendrían ¡trescientos metros de largo 
por cincuenta de ancho!, y cilíndricas. Su color era metálico. Cerca del 
extremo delantero podía observarse una franja oscura. No presentaban los planos 
de sustentación de las alas ni timones de profundidad y deriva, lo que no les 
impidió efectuar bruscos y escarpados virajes. Cientos de metros detrás de 
ellos se formó una columna de humo que permaneció cuatro horas en el aire.

         En enero del año siguiente, luego de escalar el Macón, regresó la 
expedición del doctor José Cerato. Éste relató que al llegar a la cima del 
macizo, encontraron “rastros muy similares a los que podrían dejar máquinas muy 
pesadas, de base plana, que hubieran aterrizado ahí”.

         Unos meses antes, en julio, el geólogo polaco Claudio Level Spitch, 
indiscutida autoridad en minerales radiactivos, mientras cumplimentaba una 
misión de su especialidad en el mismo cerro, había descubierto huellas de un 
ser bípedo, a más de 5700 metros de altura, de aproximadamente cuarenta 
centímetros de longitud cada una. Spitch, al formular declaraciones al 
periódico El Tribuno, destacó la extraña similitud de su hallazgo con las 
marcas dejadas por el Yeti en el Tibet. “Las huellas determinadas en la cumbre 
del imponente Macón exceden toda posibilidad humana”, remarcó el científico.

         Informantes oficiosos afirmaron también haber observado huellas de 
características humanas pero de proporciones gigantescas, tanto en las heladas 
arenas del cerro como en sus propias pampas de nieve.

         Ellas aparecieron con mayor nitidez en dos oportunidades: la primera 
cuando se produjo la comentada conmoción en una de sus laderas, y la segunda a 
pocas semanas de la incursión de los “cigarros voladores”.

         En esos días, el arriero Ernesto Salitonlay se encontró en una 
hondonada con “un extraño ser cubierto por espesa pelambre” el cual al verlo 
profirió agudos gritos. Los animales que llevaba se asustaron tanto ante tan 
singular presencia, que parecía un ágil y enorme mono que sin pensarlo dos 
veces el arriero abrió fuego contra él con su rifle, y aunque no dio en el 
blanco logró ponerlo en fuga. Se presentó luego al destacamento policial de 
Quebrada de Agua Chuya, iniciándose una investigación.

         A mediados de agosto, el minero Benigno Hoyo (aunque parezca un 
chiste: no hay mejor apellido para un minero que ése) recorría la zona de 
Quitilipi en busca de minerales, en las cercanías del Morro del Pilar, pero lo 
sorprendió la noche y para colmo debía soportar una inesperada tormenta de 
nieve, decidiéndose entonces a buscar refugio en una caverna. Allí tuvo la 
sorpresa de su vida: un ignoto “ser de gran tamaño, comparable con un oso”, lo 
acechaba desde la oscuridad. Asustado, disparó el arma que llevaba consigo, 
escuchando desgarradores lamentos que le dieron la presunción de haber hecho 
impacto.

         En la región andina donde se desarrollaron estos sucesos no hay monos 
ni osos. Se trata, pues, del “ukamar zupai”, como lo llaman los kollas que 
habitan esas soledades. La descripción que éstos hacen del mismo es semejante a 
la de los aborígenes tibetanos respecto de su Yeti. Presenta silueta humana, 
aunque cubierta de pelos; su cabeza es curiosamente puntiaguda, camina 
verticalmente sobre dos miembros como un hombre, pero al correr proyecta su 
cuerpo hacia delante a la manera de los osos; al verse descubierto emite 
chillidos discordantes y a veces lanza indescriptibles lamentos humanos.

         Los nativos de los pueblos montañeses escuchaban en esa época, durante 
el crepúsculo y con el lógico temor, gritos de fuerte resonancia. Entre las 
peñas, donde abundan los cóndores y águilas de la Puna de Atacama, solían 
encontrarse pájaros muertos o malheridos, con sus nidos saqueados.

         En una expedición arqueológica organizada por el Club Andino del Norte 
en colaboración con la Universidad del Tucumán se hallaron, al norte del Salar 
de Arizaro, los cadáveres semidevorados de una especie de “cabra de cuatro 
cuernos”, raza tan extraña casi como las nuevas huellas gigantescas 
descubiertas.

         A diferencia del Yeti tibetano, el Ukamar Zupai (“diablo de las 
peñas”, traducido literalmente) salteño, al menos aparentemente, ha 
desaparecido en la actualidad. Sin embargo, aisladamente, en otras 
oportunidades y en distintas regiones fueron vistos extraños seres de este tipo.

         A esta altura cabe acotar algunas reflexiones: ¿qué interpretación 
podemos darle a estas casi fantasmagóricas apariciones?. ¿Tripulantes de naves 
extraterrestres?. ¿Residuos perdidos de antiquísimas etnias?. Quién sabe...

         Y toda la región que nos ocupa –es decir, noroeste de Argentina, 
compuesto por las provincias de Jujuy, Salta, Santiago del Estero, Tucumán y 
Catamarca, La Rioja, norte de Chile y sur de Bolivia– tiene una antigua 
tradición “platillista” que se remonta a los tiempos en que los incas dominaban 
la zona. Quizás todo comenzó allá, a principios de nuestra era, cuando los 
incas sobrevivientes del combate de Uspallata contra las patrióticas tribus 
huarpes observaron –al regresar derrotados a su impero– extrañas esferas de 
fuego bajo el cielo, que creen señal de congratulación de Inti Viracocha, el 
dios Sol, con su fracaso.

 

Provincia de Buenos Aires: el Dientudo de Ranelagh.

         Ubicamos esta increíble historia en la ciudad bonaerense de Ranelagh, 
a diez kilómetros de la Capital Federal, en febrero de 1963; un poblado de 
bajas construcciones, de muchas calles aún sin pavimentar, de arroyuelos 
contaminados y alrededores oscuros por las noches. Un poblado que durante ocho 
días con sus noches fue asolado por las terroríficas visitas de un ente 
bautizado por la prensa como “el dientudo”.

         La descripción es significativa: alto (un metro ochenta centímetros, o 
más), delgado, cubierto de un vello parduzco, ojos muy brillantes (diríamos, 
¿fosforescentes?) y dos colmillos extraordinariamente largos que le dan su 
apodo.

         Visto por numerosos testigos en horas de la noche, en las cercanías de 
un desvencijado puentecillo de las priximidades, hirió en sus ataques a un par 
de lugareños. Pero su objeto de especial atención eran los perros: mató a 
varios, aparentemente para devorarlos, según evidenciaban sus restos y una 
noche, un agente de policía apostado de vigilancia (pues superando la aparente 
incredulidad oficial y periodística, la policía no podía ignorar la masa de 
testimonios) logró avistarlo y abrir fuego sobre él con su arma reglamentaria. 
En la mañana siguiente los investigadores hallaron junto a las huellas del ser 
restos de sangre, indicio de que había sido herido.

         A partir de entonces, jamás volvió a ser visto. Y es válida la 
presunción de la gente del lugar de que fue herido de muerte, cayendo al 
apestoso arroyo en cuya agreste ribera se cobijaba, para desaparecer.

 

Provincia de Mendoza: el abominable Fuentes

         Sin duda puede resultar risible este apodo, dado a un pequeño ser, de 
un metro diez centímetros de altura, peludo, de rostro estremecedoramente 
humano, que en el invierno de 1978 asoló a las granjas cercanas a los pequeños 
poblados precordilleranos de la provincia de Mendoza, devorando gallinas, 
cerdos y cabras e infructuosamente perseguido por los perjudicados chacareros y 
jamás atrapado.

         En realidad, todas las provincias cuyanas y especialmente Mendoza 
(Arg.) se han transformado en puntos recurrentes para las manifestaciones 
forteanas. Recordemos, a título ilustrativo, que en la época en que el 
abominable Fuentes hacía sus travesuras, en los alrededores de la propia ciudad 
de Mendoza un embozado y ágil individuo de galera, capa, bastón y ojos 
fosforescentes se divertía asustando a desprevenidos noctámbulos. A algunos 
centenares de kilómetros un ser similar –o el mismo– pero ostentando una 
brillante luz amarilla sobre el pecho, sorprendió a un destacamento de 
Gendarmería Nacional con un salto en la noche que, virtualmente, lo llevó a 
sobrevolar a los soldados. Todo esto podría suponerse una mera fantasía o una 
mistificación de la prensa sensacionalista si no hubiera encontrado, 
desempolvando mi archivo, una crónica que se remonta al Londres de 1890 donde, 
en sucesivas apariciones a lo largo de dos años, un insólito ente denominado 
“Springle Jack” (algo así como “Jack el Saltarín”) aterró a londinenses, 
civiles y bobbies por igual, destacados en su captura.

         Se lo describía como un individuo, de unos dos metros de altura, muy 
delgado, largas piernas, ojos fosforescentes; capa, galera y una luz muy 
brillante en el centro del pecho que, haciendo honor a su nombre, andaba a los 
saltos por sobre las cabezas de la gente, sin otro propósito definido.

         La sincronicidad (para referirnos a un vocablo tan caro a la 
psicología jungiana) de estos seres, por sobre las fronteras del espacio y el 
tiempo, nos pone de manifiesto la realidad, cuanto menos sociológica, de estos 
fenómenos.

         Recordemos también respecto a esta provincia que para 1983, en la 
Pampa de Palunco y el área de Las Vizcacheras eran observadas con frecuencia 
arañas gigantes, no de unos treinta o cuarenta centímetros de diámetro como la 
expresión haría suponer, sino de... ¡dos metros de diámetro! en campos 
petrolíferos de la ex YPF no solamente por obreros –rápidamente desprestigiados 
por los directivos de la empresa bajo la acusación de alcohólicos– sino también 
por técnicos, ingenieros y pilotos de aviones.

         Uno de ellos me comentaba semanas después –estando yo de paso hacia la 
“Caverna de las Brujas”, de la que hablaré en otra ocasión– en la penumbra de 
un tugurio con pretensiones de bar a un costado de la ruta, que a propósito 
mintió en su informe el verdadero tamaño de una de esas “arañas” que observó 
correr desde unos doscientos metros de distancia, a la que atribuyó 
públicamente unos “tres” metros de diámetro ya que, sin duda, el apodo de 
delirante que se ganó entre sus superiores se habría visto acentuado si hubiera 
manifestado los diez metros que en realidad le atribuyó. Y no muy lejos de una 
zona tan “forteana”, los turistas aún hoy visitan el Pozo de las Ánimas, una 
enorme hoya volcánica llena de agua donde los huarpes creían que las almas de 
los difuntos tenían su entrada al infierno, por lo común que era observar 
–quedan relatos aun escritos del siglo pasado– sobre su vertical, evolucionar 
esferas luminosas sin orden ni concierto y de gran tamaño, que terminaban 
precipitándose al fondo del cenote. ¿Una colonial base subacuática de OVNIs, 
quizás?.

 

Los “hombres-gato” de Rafael Calzada

         Esta extraña enumeración de apariciones de seres con un comportamiento 
y una morfología que los identifica más como “elementales” o producto de una 
actividad goética que como animales o humanoides de origen y evolución 
netamente natural no puede quedar completa sin la mención de lo que entonces 
conmocionó a una populosa localidad del sur del conurbano bonaerense: la ciudad 
de Quilmes, extendiéndose hasta San Francisco Solano y Rafael Calzada. Se trata 
de la aparición de los que fueron llamados, en su momento, “hombres gato”.

         La historia comenzó en realidad en las páginas policiales de los 
periódicos, cuando se informó de ataques sexuales a varias jóvenes de la zona 
por parte de “uno o más individuos disfrazados”; altos, de más de ciento 
ochenta centímetros estando, al parecer, cubiertos de pelaje oscuro, y además 
lo que llamaba la atención de los investigadores era la increíble agilidad de 
que hacían gala.

         En efecto, cuando las tropelías se sucedieron en demasía, la policía 
comenzó a tender los cercos con vistas a capturarlos. Pero esto sólo evidenció 
la habilidad de que eran poseedores, pues sus escapes de redadas prácticamente 
perfectas eran impresionantes. En ocasiones, se afirmaba que uno de estos seres 
había sido rodeado en un terreno baldío, aparentemente escondido entre los 
matorrales, pero cuando treinta o cuarenta hombres cargaron sobre ese punto se 
encontraron con la sorpresa de que el ente se había esfumado.

         A medida que pasaba el tiempo las apariciones se multiplicaron. Lo que 
dio la pauta de que se lidiaba con un número significativo de seres –se habló 
de hasta un centenar– era que en una misma noche eran múltiples las 
observaciones en puntos muy alejados. Los vecinos, al observar la impotencia 
policial, comenzaron a tomar sus propios recaudos, se armaron, y la 
emprendieron a tiros con todo bulto que se moviera en la noche. Algunos de 
estos casos son interesantes. En una ocasión, por ejemplo, una familia escuchó 
aterrada cómo algo golpeaba y arañaba su ventana. Sus gritos alertaron a 
algunos vecinos, quienes salieron a la calle con tiempo de observar cómo una 
delgada silueta peluda y negruzca ganaba la oscuridad. Dos de estos 
observadores estaban armados, por lo que se echaron en persecución del ser, 
disparándole a distancias no superiores a cinco metros. Dos veces, según los 
testimonios, el ente cayó al suelo por el impacto de los balazos pero en ambos 
casos se levantó y continuó corriendo como si nada le hubiese afectado.

         Corría 1985 y por ese entonces me encontraba yo dictando cursos para 
varios alumnos que tenía en la zona, por lo que no pude permanecer ajeno a los 
hechos. Consulté a la policía local, pero ante la imposibilidad de obtener 
mayor información (había, según me informaron, órdenes expresas de que ningún 
civil participara en las redadas, aun en el caso de que fuese periodista o 
investigador) me resigné a enterarme de más por los canales convencionales. El 
tiempo, sin embargo, me reservaba una sorpresa.

         Un hecho sugestivo que ocurría en la zona por ese entonces era el 
desmesurado incremento de lo que la gente del lugar llamaba “posesiones”. 
Sacerdotes católicos, pastores evangelistas y oficiantes umbandistas (que en el 
lugar pululan) recibían una media muy superior a lo normal de solicitudes 
diarias para exorcizar personas o viviendas.

         Creía yo entonces que el fenómeno de los “hombres gato” se debía 
quizás a un grupo bien organizado y entrenado de individuos que buscaban 
aterrorizar esos parajes con fines desconocidos. O quizás no tanto: había 
recibido informaciones de buena fuente de que en las cercanías del epicentro 
del fenómeno se habían instalado recientemente varios “terreiros” de una nueva 
agrupación de Umbanda cuyos integrantes directivos acababan de llegar de la 
hermana república del Uruguay. Incluso se me acercaron –atemorizados– testigos 
de extraños ritos en bosquecillos aledaños a los centros poblados como, por 
ejemplo, el llamado “Monte de los Curas” en San Francisco Solano. Y como el 
“exorcismo” –adecuadamente arancelado– era el negocio principal de esta gente, 
pensaba yo que todo muy bien podía deberse a una táctica genialmente montada 
con miras a asegurarles dividendos por largo tiempo.

         Pero entonces ocurrió algo que me obligó a cambiar mis puntos de 
vista. Una de estas familias con “poseídos” en su seno, a quienes les fui 
recomendado, requirieron mi opinión. En este caso debía ocuparme de una niña, 
hija de los dueños de casa que todas las noches, exactamente a las dos de la 
mañana comenzaba con sus crisis caracterizadas por gritos ininteligibles, 
llanto, convulsiones y taquicardia. Los médicos y un psiquiatra consultados 
habían arriesgado los diagnósticos convencionales, pero hasta ese momento 
habían fracasado en la terapéutica. De allí, la intención de los directos 
afectados en consultar a un parapsicólogo.

         Así es que una noche decidí montar guardia en la vivienda de la 
familia "C." (guardo reserva sobre sus nombres por su expreso pedido) junto a 
los padres de la muchacha y otros dos hombres, tíos de ésta. A las once de la 
noche la niña se dirigió al humilde dormitorio y concilió rápidamente el sueño. 
Los demás, en tanto, permanecimos en la cocina, conversando, bebiendo café y 
turnándonos en vigilar a la aparente afectada.

         A medida que nos acercábamos a las dos de la mañana la tensión, aunque 
disimulada en los comentarios, indudablemente iba en aumento. Exactamente a las 
dos, la niña comenzó a gritar. Y en tropel nos dirigimos los cinco al 
dormitorio.

         Elena (uso su nombre de pila) dormía y gritaba en sueños. Pero mi 
atención fue capturada en realidad por lo que ocurría fuera de la casa o, mejor 
dicho, sobre ella; en el techo se escuchaban pesadas pisadas como si un hombre 
caminara en círculos. Uno de los hombres corrió a buscar un arma, mientras los 
demás hicimos lo propio hacia la única ventana de la habitación.

         En aquel momento, “eso” (lo que fuera) aparentemente se dejó caer 
desde el techo al suelo, frente a esa pequeña ventana y muy cerca de ella; tan 
cerca que yo mismo, circunstancialmente a la cabeza del grupo, sólo vi una 
sombra que cubría las estrellas –lo único visible en una noche oscura como la 
tinta– y un gran cuerpo peludo cubriendo la misma. Mi reacción fue 
absolutamente instintiva: diez años de práctica en artes marciales hacen que 
muchos reflejos sean condicionados y ante el peligro el instinto de huída se 
transforma en un instinto de ataque: me tendí hacia delante, descargando con mi 
puño izquierdo un golpe sobre ese torso oscuro. Hoy, en situación de frío 
observador, entiendo que lo mío fue una estupidez.

         Lo cierto es que bajo mi mano sentí una sensación repugnante; era un 
cuerpo muy frío, mucho más de lo que su presunción de mamífero daba a suponer, 
increíblemente blando; en este sentido la imagen táctil más aproximada que 
puedo dar es una bolsa de cuero rellena con gelatina. Las cerdas eran duras, y 
casi perpendiculares a la piel, o al menos así me pareció. Sorpresivamente, el 
ser se desplazó hacia una esquina de la casa, de forma que al asomarnos por la 
ventana ya le habíamos perdido de vista.

         Salimos a la carrera. Yo me asomé por la ventana, pero el verdadero 
barrial que rodeaba a la vivienda –hacía varios días que llovía 
intermitentemente– no permitía distinguir huella apreciable alguna.

         En ese momento comprendí que, fuese lo que fuera el extraño ser, 
estaba estrechamente ligado a los pensamientos de elena y, quién podía dudarlo, 
nadie podía estar tranquilo respecto de su seguridad.

         Pero hay algo más. En esos días, pobladores de la zona completamente 
aterrorizados y desilusionados por los fracasos en la investigación policial 
comenzaron a solicitar en gran número el apoyo de profesionales en 
parapsicología, buena parte de ellos provenientes de localidades muy alejadas 
del epicentro de los hechos (lo que invalida la suposición de que los propios 
colegas zonales incentivaran los rumores con fines monetarios).

         Me consta que muchos de ellos también interpretaron a los “hombres 
gato” como subproducto o consecuencia de actividades goéticas (obsérvese que 
tenían, morfológicamente y en cuanto a sus conductas, gran parecido a súcubos, 
los demonios medioevales que se materializaban para atacar sexualmente o 
perturbar la paz espiritual de los hombres): la violenta desaparición de los 
fenómenos unos días más tarde, casi tan violenta como fue su irrupción en las 
vidas de estas gentes sencillas, me ha convencido de que fue el esfuerzo 
psíquico conjunto de un número grande de entrenados expertos lo que puso fin a 
esta pesadilla. 

  


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