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Este artículo es un poco largo, pero vale la pena leerlo.

Saludos,
Alejo



ELPAIS.ES
   EDICIÓN IMPRESA  opinión
La guerra de las épocas

Por José Luis Pinillos

Catedrático Emérito de Psicología de la UCM ES.


Cuando la evolución de las especies culminó en la aparición del homo 
sapiens, el hecho biológico de la lucha por la vida se elevó a la categoría 
cultural de guerra. Excepto que no habría habido evolución de no ser porque, 
a la par que la lucha, existió la paz. Desde el principio, Eros y Tánatos 
forman parte de esa naturaleza implacable que, al decir de Horacio, el 
hombre puede alejar de sí con una horca, pero es incapaz de evitar su 
regreso: lo reprimido siempre vuelve.

¿Quiere decir esto que el vaivén de luchas y armisticios que se trae la 
humanidad no tendrá fin? ¿O estamos hablando de una dialéctica de tesis y 
antítesis, de las sístoles y diástoles de una Historia que camina hacia la 
paz? Personalmente, esto es lo que pienso, sólo que no alcanzo a ver del 
todo cómo se saben estas cosas. De joven coincidí en la Universidad con un 
curioso profesor de historia que, cuando los alumnos le planteaban grandes 
cuestiones, o le hacían preguntas para ponerle en un aprieto, respondía 
invariablemente: 'Lo ignoro a causa de no saberlo'. Nadie le sacó nunca de 
ahí, con lo cual jamás se supo de qué lado de la mesa estaba la ironía.

Ya en el tercer acto de la vida, me parece que, tal como somos, el futuro 
del hombre pende siempre de un hilo. Razón de más, no obstante, para estar 
pendiente de las cosas y abrir los ojos. Porque lo que ven ahora los míos es 
que, nada más acabado el siglo XX, ese tremendo siglo que Hobsbawm ha 
llamado siglo de los extremos, siglo maravilloso y a la vez abominable, 
volvemos a lo mismo: de nuevo suenan los estampidos de la destrucción. 
Revoluciones, guerras mundiales, Guernica, Coventry, Dresde, Hiroshima, 
Auschwitz, el Goulag, el Tíbet, Vietnam, migraciones, hambrunas y genocidios 
sin cuento no han impedido que apenas estrenado el siglo XXI, cuando se 
divisaba un horizonte de paz, si no perpetua al menos duradera, la guerra 
haya abierto otra vez sus fauces, pero en esta ocasión contra un enemigo 
caído literalmente del cielo. Las cifras de la muerte en el siglo pasado, 
doscientos millones víctimas de la ambición humana, no han servido de mucho.

El 11 de septiembre, una fecha fatídica que mal que le pese a Fukuyama ya ha 
hecho Historia, los Estados Unidos declararon la guerra a un enemigo 
evanescente que podía atacar por sorpresa en cualquier tiempo y lugar y 
convertirse en cenizas al hacerlo. Debo confesar que al contemplar 
paralizado de espanto aquel espectáculo dantesco, tuve la impresión de que 
la realidad se desdoblaba: todo era cierto, pero a la vez fantasmagórico. Al 
cabo de unos días, experimenté vagamente esa sensación que los franceses 
llaman déjà-vu, y recordé un episodio que había vivido en Moscú cuando la 
Unión Soviética invadió Afganistán. Lo recuerdo muy bien porque después 
publiqué un artículo en el diario Ya, que se llamaba 'El otro siglo XX'. En 
él contaba cómo había caído en la cuenta de que aunque el tiempo físico de 
Rusia y Europa era el mismo, sus tiempos históricos eran distintos; nuestras 
mentalidades diferían y a mí, personalmente, la de la Unión Soviética me 
olía a siglo XIX. En definitiva, ése fue el proceso psicológico por el que 
al final concluí que el conflicto que había estallado el 11 de septiembre 
era una guerra entre dos mundos que coexistían en el mismo tiempo físico, 
pero vivían en épocas distintas, en épocas que hasta hacía poco habían 
estado separadas por siglos de aislamiento. Iba a ser difícil, pues, luchar 
directamente contra un odio que venía de otra época. No era una guerra que 
se pudiera entender estando únicamente atento a lo que pasaba. ¿Qué otra 
cosa se podría hacer?

Me pareció que volver la vista atrás no vendría mal. Quizá buscando entre 
los escombros del pasado hallaríamos las huellas del camino por el que 
Occidente había llegado a la modernidad; en todo caso, un camino 
radicalmente distinto, mucho más veloz del que había seguido hasta entonces 
la humanidad. En la Antigüedad, las velocidades máximas que tenía como 
referencia el hombre eran la del vuelo del halcón y la de la flecha. El 
ritmo de la vida antigua era, comparado con el nuestro, pausado y semejante 
para todos. Luego las armas de fuego superaron la rapidez de las saetas y a 
partir del siglo XVII, propulsada por la ciencia moderna y la idea de 
progreso, la civilización occidental se desmarcó de las demás, hasta 
perderlas de vista. El mapa del mundo se dividió en dos: the West and the 
Rest, Occidente y el resto, y así permaneció hasta la llegada de la 
posmodernidad, de la segunda modernidad o de como queramos llamarla.

Es cierto que hacia el siglo XI China había iniciado ya una marcha hacia el 
progreso que era anterior a la europea, pero no es menos cierto que ese 
empujón se paró en el siglo XV. Al despertar cinco siglos después, el país 
no contaba con un vocablo apto para expresar el concepto occidental de lo 
moderno. Alguien del Instiuto de Idiomas de Pekín me contó que cuando Mao 
Tsé Tung se propuso modernizar la vieja China, al término xiang-dai-de 
(generación joven, nueva dinastía) hubo que añadirle el carácter 
representativo de una máquina para explicar al pueblo lo que era la 
modernización. El Islam tuvo sin duda un periodo de gran esplendor 
artístico, científico y cultural. Historiadores de la ciencia como George 
Sarton o Juan Vernet no han dudado en considerar a la España musulmana como 
el más importante centro cultural del Medievo. Excepto que la cultura 
islámica tampoco traspuso los umbrales de la modernidad. A decir verdad, 
hasta que Japón y Turquía iniciaron su modernización, Oriente permaneció en 
un periodo estacionado, roto a veces por enfrentamientos con el imperialismo 
occidental y difícilmente homologable con él en su mentalidad.

Por supuesto, el punto de arranque de la Edad Moderna cuenta con muchos 
pretendientes: la caída de Bizancio, la imprenta, la brújula, la pólvora, el 
Nuevo Mundo, el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, las tres grandes 
Revoluciones del siglo XVIII (la americana, la francesa, la industrial) y 
qué sé yo más. Hoy es el día en que la bibliografía sobre el origen de la 
modernidad continúa añadiendo nuevos datos, fechas e interpretaciones al 
respecto. Probablemente, todo ello tuvo que ver con la modernidad, excepto 
que, por mucho que queramos marear a la perdiz, siempre se llega a la 
conclusión de que el detonante definitivo de la modernidad fue la nueva 
ciencia. Ese poderoso saber tras el que había andado Occidente desde el 
siglo XIII hasta el XVII, en que por fin se impuso como instrumento princeps 
del progreso o, cuando menos, como su condición sine qua non, como la 
herramienta eficaz que impulsó, hizo posibles y materializó los avances 
sociales, económicos, artísticos y técnicos sin los que Europa jamás habría 
logrado cambiar, como lo hizo, el rumbo de la Historia. O sea, convertir, o 
más bien desconvertir la Cristiandad en una sociedad moderna.

En uno de sus mejores libros, Cosmopolis: la agenda oculta de la modenidad, 
Stephen Toulmin explicó claramente que la manera de pensar de los nuevos 
'filósofos' del siglo XVII -Bacon, Descartes, Galileo, Newton- fue la clave 
que permitió a Europa abordar la realidad con métodos científicos más 
racionales y eficaces que los del Medievo. La obra de esos hombres 
representó un giro decisivo en la historia de Occidente, fue el verdadero 
punto de partida de la modernidad y, si me apuran, añadiría que también lo 
ha sido de la guerra de épocas con que la Historia ha sorprendido al mundo.

La gran conmoción que encumbró a Occidente y lo alejó del resto del mundo 
fue efectivamente el triunfo de la ciencia moderna. Pero fueron la 
descolonización y el estallido de las nuevas tecnologías, o sea, una fase 
más avanzada del progreso que había separado esos dos mundos, lo que 
paradójicamente los volvió a unir a través de una magia blanca que 
aparentemente permitía brincar sobre el tiempo y el espacio, romper las 
barreras de la Historia y poner por fin en contacto lo que desde el siglo 
XVII había permanecido aislado. Lo trágico es que cuando se volvieron a 
encontrar, Occidente había cambiado mucho, Oriente más bien poco, y ello 
provocó el conflicto epocal que se ha planteado ahora.

Por supuesto, la ciencia no actuó sola. Lo hizo flanqueada por la economía y 
la política, por el orden jurídico y más aún por el poder. Pero, al cabo, la 
razón científica fue la definitiva condición de posibilidad del despegue de 
la civilización industrial. La 'nueva' ciencia -no tan nueva, porque sus 
primeros fermentos surgieron durante el siglo XIII en los claustros 
medievales del Merton College y en la Universidad de París- desencadenó una 
avalancha de innovaciones donde cada cambio, y éste es el verdadero quid de 
la cuestión, exigía siempre varios cambios más. Al olímpico Goethe de 
Weimar, que las veía venir, le inquietó la noticia de que la velocidad de 
las diligencias fuera en aumento, porque ello implicaba tener que reformar 
los caminos, las postas, el correo, los horarios y asuntos más graves, como 
la estrategia militar. Finalmente, llegó un momento en que, con la sociedad 
de la información el problema de la velocidad dio un salto cualitativo. El 
tiempo y el espacio se anularon y todo podía estar presente al mismo tiempo 
en todas partes.

Sí, las imágenes son ya el Dasein del mundo global: está pasando, lo estamos 
viendo. Excepto que nunca ha sido fácil entender lo que se ve. Heidegger 
elaboró una interpretación profunda en La época de la imagen del mundo, y 
Toynbee, en su libro Cambio y hábito: el reto de nuestro tiempo, explicó con 
claridad que en la rapidez de la vida moderna no todo eran ventajas, ya que 
a la par que se acortaban las distancias se anulaba el tiempo. En suma, la 
televisión hizo el milagro de unir lo que la ciencia anterior había 
separado, las culturas dormidas se asomaron con asombro a las sociedades 
avanzadas vía satélite y el resultado fue traumático. El Occidente que 
contemplaron los pueblos islámicos se halla a años luz del suyo. Roger 
Garaudy intentó orientar el encuentro hacia un Dialogue des civilisations 
(1977), antes de que cayera el muro de Berlín, pero ya era tarde. Samuel 
Huntington intuyó lo que estaba pasando y publicó en 1993 su artículo 
seminal sobre el choque de las civilizaciones. Luego, tras repetidos 
intentos, llegó el horror anunciado.

Se me podrá objetar que el problema del entendimiento de las culturas no 
debe de ser tan grave desde el momento que lo han resuelto millones de 
emigrantes. Sí, es cierto, pero tan sólo en parte. Ante todo, porque ese 
ajuste no se hace a las primeras de cambio; se hace en segunda o tercera 
generación. Y sobre todo porque quizá la adaptación es menos profunda de lo 
que parece. No hay que olvidar que isomorfismos exteriores como los que se 
dan entre las formas hidrodinámicas del delfín y las del tiburón ocultan, 
sin embargo, tendencias vitales tan opuestas como las que separan a unos 
mamíferos pacíficos que juegan con los niños, de unos peces sanguinarios que 
con frecuencia se los comen.

En fin, dejando a un lado las metáforas, la realidad es que en todo este 
asunto hay un elemento en juego, el lenguaje, que es menester tener 
presente. Aunque el lenguaje sea un fenómeno eminentemente social, hay 
momentos en que plantea problemas ajenos a la sociología. Y tales son, dicen 
los filólogos, todos aquellos que se refieren a la estructura lingüística 
que Wilhelm von Humboldt llamó 'forma interior del pensamiento', una forma 
de mentar intencional, condicionada histórica e individualmente. Al asumir 
esta forma subjetiva de inspiración, el lenguaje deja de ser un fenómeno 
puramente social, en el sentido weberiano (Gesellschaft), y pasa a formar 
parte del género de las creencias comunitarias en el sentido de Tonnies 
(Gemeinde). Sus raíces se hunden en el seno del lenguaje materno y ofrecen 
una firme resistencia al cambio. Por el contrario, lo que los alemanes 
llaman Sachsprache (lenguaje de las cosas, lenguaje objetivo) o 
alternativamente Fachsprache (lenguaje técnico, profesional) funciona como 
una especie de lengua franca del mundo global -actualmente el inglés- que 
sirve para adaptarse superficialmente a él, pero puede coexistir con el odio 
más profundo a la civilización occidental. Obviamente, los pilotos suicidas 
del 11 de septiembre se movían a la perfección en los dos niveles 
mencionados.

En suma, la guerra actual contra el terrorismo no es una guerra clásica de 
vencedores y vencidos. En este caso, tan importante o más que vencer es 
convencer. Garaudy fracasó, pero si el choque de las civilizaciones no da 
paso a un diálogo de las culturas, en el mundo no brillará la luz de la 
esperanza.


http://www.elpais.es/articulo.html?xref=20011207elpepiopi_7&type=Tes&anchor=elpepiopi&d_date=20011207



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    cortesia de Anibal Monsalve Salazar

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