¿Está América
Latina condenada a la miseria?
Carlos Alberto Montaner
Acabo de recorrer casi
toda Iberoamérica presentando mi último libro. Para mi horror, American Airlines
me comunicó que he llegado a los dos millones de millas sentado en sus butacas.
A estas alturas creo que mi espalda está aún más torcida que las raíces a que me
refiero en el ensayo Las raíces torcidas de América Latina. Pero a lo que
iba: tras exponer ante decenas de diferentes auditorios el contenido del libro,
me es fácil precisar el foco del debate que invariablemente se suscita: si es
verdad, como yo sostengo, que el origen del subdesarrollo latinoamericano está
en nuestra particular historia, en el desencuentro entre sociedad y estado, y en
diversas fracturas que impidieron la construcción de pueblos encaminados en la
dirección de la prosperidad, ¿estamos fatalmente condenados a que una parte
sustancial de nuestra gente viva en la miseria? ¿No podemos construir naciones
innovadoras en el terreno técnico y científico, eficientes y ricas?
Claro que sí, pero, para entendernos, oigamos otras
voces: hace más de una década Larry Harrison publicó un libro importante llamado
El subdesarrollo es un estado de la mente. Lo había escrito originalmente
en inglés y el título resultaba un tanto extraño, pero el sentido general era
obvio: lo que quería decir era que el nivel de pobreza o de riqueza que
alcanzaban las sociedades era el producto de la cultura predominante.
``Cultura'', en ese contexto, incluía valores, información e instituciones. No
era cierto que el tercer mundo padecía un alto grado de miseria como
consecuencia de la explotación de las naciones prósperas --error muy en boga a
lo largo del siglo XX--, sino que ése era el triste resultado de sociedades que
vivían inmersas en un medio cultural refractario al progreso y a la creación de
riqueza.
Pocos años más tarde otros dos investigadores norteamericanos,
Michael Fairbanks y Stace Lindsay, escribían otro formidable alegato
``culturalista'' con el que explicaban el fracaso relativo de América Latina. Se
tituló Arar en el mar, y, aunque enfocado en el caso venezolano, cuanto
decían podía aplicarse al conjunto del continente. Habían hallado algo
verdaderamente interesante: el pobre desempeño económico de los latinoamericanos
se derivaba de ideas absurdas sobre el desarrollo y de la visión que tenían de
ellos mismos y de la realidad circundante. Mientras no cambiara esa visión
difícilmente cambiaría el destino económico o técnico o científico de este
atormentado segmento de Occidente. Existía, pues, una ``mirada'' tercermundista
de la que había que despojarse si se quería pasar a los primeros puestos del
planeta.
Bien: creo que hay dos pueblos de nuestra estirpe --y a eso
dedico el último capítulo de mi libro-- que han conseguido abandonar la visión
tercermundista. Me refiero a España y a Chile. ¿Qué es lo que han superado? En
esencia, lo que algunos sicólogos llaman ``el síndrome de indefensión
aprendida''. Esto es, la nefasta superstición, adquirida en la adolescencia, o
hasta en la infancia, de que no somos capaces de alcanzar la excelencia, de
superar los obstáculos y de realizar nuestras tareas tan bien o mejor que los
demás. Asimismo, tanto en Chile como en España la mayor parte de la población
entiende que no hay sustituto para la economía de mercado, el respeto al estado
de derecho y el intenso comercio internacional como forma de prosperar
indefinidamente. En ambas sociedades son muy pocas las voces antiguas que
condenan a las multinacionales, defienden el nacionalismo económico o claman por
la intervención del estado para proteger a los productores ineficientes. La
inmensa mayoría está persuadida de que la competencia es conveniente, que los
gobiernos no deben convertirse en empresarios ni privilegiar a ciertos sectores
en detrimento de otros.
En otras palabras, España y Chile han dejado atrás el discurso
populista/mercantilista antioccidental, presente a derecha (primer franquismo,
peronismo, etc.) o a izquierda (allendismo, castrismo, torrijismo), dando paso a
un diagnóstico convergente en el respeto por las reglas básicas de la economía
de mercado, tal y como se interpretan desde criterios liberales. Lo que hoy
diferencia al conservador José María Aznar de José Luis Rodríguez Zapatero --el
líder socialista--, o lo que distancia al socialista chileno Ricardo Lagos de
Joaquín Lavín --el líder conservador-- son asuntos marginales que no cuestionan
la estructura básica del modelo. Y lo que las sociedades de España y Chile
premian y castigan en las urnas es la gerencia, la calidad de la administración
común.
Esta visión de primer mundo trae su recompensa bajo el brazo.
Hoy España es una nación rica, con una calidad de vida envidiable, adonde
quisieran emigrar millones de sudamericanos, cuando a mediados del siglo XX era
un país terriblemente pobre. Chile, por su parte, ha alcanzado el más alto nivel
de ingresos per cápita de América Latina --superando a Argentina--, mientras los
índices de pobreza se han reducido del 42 por ciento del censo a aproximadamente
el 20. En diez años, o quizás antes, si no pierde el rumbo, es muy probable que
Chile sea el primer país de América Latina que pertenezca al exclusivo grupo del
primer mundo. De donde se deduce una conclusión inevitable: si España, que es la
madre del cordero, y Chile consiguieron despojarse de los errores y actitudes
típicos del tercermundismo, no hay ningún país de América Latina al que le estén
vedados el desarrollo, la modernidad y la eliminación de la pobreza. Las raíces
torcidas se pueden enderezar. Hay pruebas de eso.
Diciembre 2, 2001
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