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En un pueblecito llamado Carcarañá, en la provincia argentina de Santa Fe, está 
encerrado un secreto centenario: la supuesta visita de una nave marciana y sus 
trofeos cósmicos.

Conviven con extraños túneles, apariciones recientes de OVNIs y una 
constelación de enigmas capaz de conmover al más escéptico.



EL MUNDO SUBTERRÁNEO Y EL VISITANTE DE MARTE


                                                                               
escribe Gustavo Fernández

Publicado en "Al Filo de la Realidad" nº 3 ( www.alfilodelarealidad.com.ar )



           Los borceguíes, transformados ya en dos casi indescifrables esferas 
de barro, volvieron a resbalar por enésima vez en las escasas anfructuosidades 
del terreno cuando intenté afirmarme. Al comenzar a deslizarme, lenta pero 
inexorablemente hacia atrás, extendí las manos hacia delante clavando los dedos 
en las paredes compactas como piedra del túnel. Un mal movimiento, mi linterna 
que se apaga y la oscuridad, húmeda y pegajosa se abalanza sobre mi cuerpo como 
buscando devorarlo. Por un momento asoma el temor, aquél que en los genes 
duerme recordando las pesadillas nocturnas de nuestros antepasados cavernícolas 
temblando en la noche al paso de los grandes carniceros del mundo primitivo. En 
la negrura, espesa casi hasta ser palpable, busco a tientas la linterna, 
mientras otra negrura emana del recuerdo. Nueve años antes, cuando exploré por 
primera vez en mi vida la "Caverna de las Brujas", en la provincia de Mendoza, 
también la lámpara de mi casco de espeleólogo se extinguió, para dejar paso a 
la oscuridad más aplastante que jamás hubiera conocido. Mil noches sin luna ni 
estrellas en el fondo de un sótano no pueden compararse con aquella melaza 
negra donde el tiempo parece fundirse, detenerse. Y ahora, mientras la linterna 
ya estaba otra vez en mis manos pero se resistía a ser encendida, reviví la 
misma sensación. En la soledad del túnel de Carcarañá.

            Solo Cuando sesenta metros de recorrido parecen prolongarse al 
infinito. Solo bajo la tierra, mientras el techo del pasadizo por el cual repto 
como una alimaña más de las muchas que corretean a mi alrededor, adquiere vida 
y conciencia y parece gozar con amenazar aplastarme, susurrando pesadillas 
arquetípicas apenas a cuarenta centímetros del suelo. Solo, y otra vez la 
eterna pregunta: "¿quién diablos me mandó meterme aquí?". Solo, pero la 
oscuridad tiene ojos que ven hasta el alma, hasta esos miedos recónditos, con 
mil brillos luciferinos en las sombras, rodeado de murmullos y risas quedas.

            Solo. Y, en ese momento, el maldito recuerdo de Lovecraft flotando 
en mi mente: "... nunca sabría cómo habría ocurrido. Dos minutos antes, Davies 
echaba las últimas paladas de tierra sobre el féretro recién sepultado en ese 
provinciano y ahora, en el tardío crepúsculo, desierto cementerio. Luego un 
ruido ahogado, una polvareda y el piso que cedía. Manotazos en la oscuridad y 
el cuerpo de Davies se desliza por un ignoto pasadizo, de no más de cuarenta 
centímetros de altura, pero en la dirección equivocada, alejándose, en el 
espanto, de la boca sobre la cual el sol agonizante proyecta sombras cada vez 
más largas...".

            Otros cuarenta centímetros para arrastrar mi humanidad en busca de 
un segmento que, más adelante, ya me permita incorporarme. ¿Porqué algunos 
metros son tan largos?. Arrastrándome entre el barro, evitando ramas y 
hojarasca descompuesta que ofendía mi nariz, la presión agobiante del techo 
sobre mis espaldas comienza a aligerarse. El techo se eleva, parece que pronto 
voy a salir...

            "...Davies pensó, cuando después de algunos metros desembocó en una 
amplia oquedad, que pronto iba a salir de allí. Se detuvo, se incorporó 
resollando para descubrir angustiado que de la cámara se abría un verdadero 
laberinto de pasadizos. Intentó en uno, en dos, en tres, pero todos se perdían 
en las profundidades. Decidió volver, entonces, sobre sus pasos. Pero 
descubrió, demasiado tarde, que había extraviado el camino...".

    El haz de mi linterna ilumina ahora, en una larga extensión, ese túnel que 
llamábamos de "Tomas". Al fondo, la negrura indeleble. De allí, en cualquier 
momento, podría venir corriendo hacia uno alguna criatura de las tinieblas...

                 "... Definitivamente asustado, el neófito sepulturero comenzó 
a excavar frenéticamente con las manos, con los pies, hacia arriba, hacia los 
costados, buscando escapar de la trampa. Pero sólo continuaba siendo 
parcialmente cubierto por gigantescos terrones de tierra y huesos amarillentos. 
De pronto se detuvo. Desde el fondo de un corredor, precisamente el más amplio, 
llegó el sonido inconfundible de algo, o muchos algunos, que corrían. Se hizo 
más fuerte. Y, repentinamente, la oscuridad se pobló de multitud de ojos 
sanguinolentos y fosforescentes que se acercaban...".


            La espeleología es viciosa. Durante varios años me he deslizado por 
cavernas, túneles y gargantas bajo tierra, experimentando siempre ese 
cosquillear cervical que preanuncia lo desconocido. A veces, en situaciones de 
riesgo, he prometido no volver a intentarlo. Pero la adicción es más fuerte. 
Demasiado. Aunque conduzca a lo que, amén de desconocido, sea mortal. Aunque al 
arrastrarme por pasadizos reprima mordiéndome los labios el deseo de mirar 
sobre mi hombro, porque puede ser que no me guste lo que me viene siguiendo...

            "... Davies comprendió que tenía que mirar. Lentamente, giró la 
cabeza hacia atrás y la dejó petrificada en un grito de horror. Porque los 
siete sellos del infierno se habían roto. Los antiguos demonios, los horrores 
cósmicos, Nyarlathotep y algunos de sus protohumanos noctilucentes y 
carnívoros, Shub-nyggurath y decenas de íncubos y súcubos sedientos de sangre, 
respondían a la llamda de Chtulhu y buscaban la superficie de la tierra, 
escapando de sus milenarias prisiones, para tomarla por asalto. Y Davies 
comprendió, con la clarividencia que da el último instante mientras el cuerpo 
es desgarrado, devorado, que su único error fue estar en el momento justo en un 
lugar equivocado...".

        Un poblado somnoliento de calles amplias y una pulcritud extraña para 
este país, durmiendo al sol de la siesta, es una buena definición, tan buena 
como cualquier otra, para Carcarañá, poblado de diez mil habitantes recostado 
sobre el río del mismo nombre. Una ciudad donde lo insólito saltara años atrás 
de las páginas de algún diario de la cercana gran ciudad de Rosario, denostado 
y denigrado después por toda la prensa autoconsiderada "seria" de la nación, 
pero persistiendo con encomio digno de mejor causa en aferrarse al lugar.







    Túneles no tan misteriosos a la sazón, meteoritos habitados por cadáveres 
intergalácticos y la sempiterna, alegórica, uno estaría tentado a decir 
semiótica presencia de los OVNIs sobre esos lares...

"... Yo no sé hasta dónde va a seguir ese asunto... Imagínese que mi mujer y yo 
veníamos los fines de semana a matear en el rancho y resulta que ahora el 
camino de tierra se llena de autos y de los dos lados del alambrado la gente 
empieza a buscar con picos y palas... Es una fiebre ésa, la que se desató 
cuando lo del artículo de Acevedo en "La Capital"... Si seguimos así, Carcarañá 
se va a convertir en un solo agujero...". Don Ricardo Berti, propietario del 
campo –que según los antiguos mapas ocupa el lote 58, "ondulado y lleno de 
quebraditas"– se quejaba con una sonrisa por esa paz perturbada por los 
arqueólogos de fin de semana que se habían lanzado, desde 1978, a la búsqueda 
de un supuesto OVNI caído... en 1877.

    Don Manuel Acevedo, casado, 73 años, es un veterano periodista de deportes 
que lleva más de treinta años escribiendo en "La Capital", sobre goles, 
gambetas y tiros libres. Pero en 1967, cuando el diario decano de la prensa 
argentina cumplía un siglo de vida, le encargaron pegarle una revisada al 
archivo a fin de rescatar notas para hacer un suplemento. Fue allí que le llamó 
la atención la nota publicada en octubre de 1877 bajo el título de: "Eureka! 
Eureka!", y que hablaba de un "aerolito" descubierto por un químico francés en 
Carcarañá (o, mejor dicho, Carcarañá Este en aquél entonces, porque la 
localidad que hoy es Corres, se llamaba Carcarañá Oeste). Le gustó tanto que se 
tomó el trabajo de copiarlo íntegramente a máquina. El artículo no se publicó 
pero diez años después, al leer en distintos medios que "en años anteriores a 
1947 no se había hablado de los OVNIs", se acordó del tema y planteó en el 
diario la publicación de aquél suceso, para desmentir lo que erróneamente se 
decía.

De platos voladores y seres extraterrestres

    Con este título, La Capital del 27 de marzo de 1978 reflotó lo que había 
publicado el 13 de octubre de 1877. Un químico francés, llamado A. Servarg, en 
una carta enviada al diario, refería que había descubierto una roca negra de 
forma ovoide de 30 "varas" de largo por 45 de ancho. Contaba que telegrafió 
entonces a un geólogo (Mr. Davis, que no hay que confundir con el malogrado 
sepulturero lovecraftiano) que se hallaba en ese momento en Córdoba y a otro 
colega (Mr. Paxton) para examinar juntos el extraordinario hallazgo. "Para 
analizar las distintas materias conchabamos a un peón argentino llamado Jesús 
Villegas. Son notables a primera vista las rajaduras y asperezas de las cuales 
han debido desprenderse pedazos considerables; la masa entera está cubierta con 
cierto esmalte negro, desde tres hasta nueve y media pulgadas de espesor. El 
interior contiene 5 % de carbón al estado de grafito, sulfuro de hierro 
magnético; un carbonato de fierro (sic) el cual puede considerarse como una 
variedad de breu merite (?), sustancia ésta extremadamente escasa; silicio, 
talco, algunos minerales complexos (sic) que no se encuentran en la tierra, por 
ejemplo la Sheibirshite, que es un fósforo doble de fierro y níquel; 
clorhidrato de amoníaco, sal muy volátil, su presencia en el aerolito es una 
prueba que el estado candente de la superficie no ha durado largo tiempo y que 
el calor no ha penetrado hasta el interior de la masa y esto es concordante con 
la poca conductividad de su composición y, por fin, contenía cesium...".

La descripción, minuciosa, sigue hasta lo inimaginable: relata que "la piedra 
era muy dura y de repente la mecha encontró un hueco y se hundió más de dos 
varas...". Decidieron entonces contratar a otro peón (Pedro Cerro) para 
agrandar el agujero y poder entrar en el interior de la excavación. Lo lograron 
seis días después. Servarg, Paxton y Davis se encontraron en una estancia que 
"medía dos varas y media en todos los sentidos" y encontraron "... una ánfora 
de metal blanco, mal trabajada, de plata y zinc, toda acribillada de agujeros y 
con dibujos extraños. La emoción nos cortaba las palabras...". El asombro 
sigue: "Después de observar minuciosamente toda la estancia nos convencimos que 
tenía por piso una plancha, un cuadrado de dos varas. Bajamos de nuevo a esta 
segunda cueva y descubrimos una galería rectangular, perforada en el granito y 
llena de estalagmitas calcáreas. En el centro se destacaba un cuerpo humano 
envuelto en un sudario calcáreo; era extendido como quien duerme y apenas medía 
vara y dos cuartas, su cabeza un tanto levantada, se perdía bajo una almohada 
de carbonato de cal... igual que sus piernas... Atacando el calcáreo con el 
ácido, pusimos al descubierto una momia muy bien conservada. Desgraciadamente 
no hemos podido sacar las piernas sin deteriorarlas; la cabeza ha salido casi 
intacta; no tiene cabellos, el cutis debía ser liso y sin barba, pero ahora es 
arrugado y parece cuero curtido; el cerebro es triangular, la cara aplastada, 
en vez de nariz tiene una trompa saliendo desde la frente, una boca muy pequeña 
con solo catorce dientes, dos órbitas de las cuales habían sacado los ojos, los 
brazos muy largos, cinco dedos, de los cuales el cuarto es mucho más corto que 
los demás, la estructura general es muy débil..." 

El relato agrega que además de la tumba y su misterioso ocupante, había una 
pequeña chapa de plata con unos dibujos "como suelen hacerlos los niños, de un 
rinoceronte, una palma y el sol, y alrededor de este último, varias estrellas y 
hemos hallado muy aproximadamente a las que separan los planetas Mercurio, 
Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Neptuno (es extraño que no se mencione a 
Saturno y Urano) sólo el planeta Marte era mucho más grande que los otros. Esta 
distinción acordada a Marte en daño a los demás planetas, ¿no nos demuestra con 
claridad el amor propio de sus habitantes? –reflexiona Servarg en la carta– 
agregando que "a nuestro parecer no hay duda que el aerolito es una ínfima 
porción del planeta llegado a la Tierra por voluntad del todopoderoso para 
enseñarnos que hay seres racionales en otros mundos". El final desafiaba: "El 
esqueleto del habitante planetario, el ánfora, así como la plancha de plata 
estarán exhibidos en valde (sic) durante mi permanencia en Carcarañá Este, en 
la casa de don Francisco Ringoni, frente a la estación central. El aerolito 
está a tres millas del norte de Carcarañá Este, cerca de la costa; es un paseo 
de una hora desde la estación para ir a verlo y volver...".

Alberto Leingruber tiene 54 años. Su bisabuelo Albert, alemán nacido en 
Stütgart fue propietario, entre 1888 y 1890 del Hotel Franzini. Su padre Julio 
dejó grabado un cassette donde cuenta: "Mi abuelo lo contó muchas veces. El 
estaba en el campo. Decía que se vino una bola de fuego, desde el pueblo, que 
se clavó en el suelo y produjo un fuego muy grande. Era una cosa roja. Él la 
vio en la costanera. ¿Qué hay ahora?. Hay un parque, el parque Sarmiento...".

Es la otra punta de la duda. ¿A qué se refirió el químico Servarg cuando habló 
de un "paseo de una hora para ir y volver desde la estación"?. ¿A un paseo a 
caballo o a pie?. Si era a pie, bien podría tratarse del parque Sarmiento, 
también a orillas del Carcarañá y con las mismas onduladas características...

La búsqueda de los "arqueólogos de fin de semana" llevó, trece años atrás, al 
intendente de Carcarañá a poner un cartel en la zona más cuidada del parque: 
"Prohibidas las excavaciones".

    Hace unos años murió Cayetano Moriconi, quien alguna vez supo contar: "Mi 
finado padre me lo dijo hace una punta de tiempo. Calcule... yo tendría 
dieciséis años, allá por 1919, era un chiquilín... fue como una lluvia de 
fuego, que cató por el lado del río. Mire, más o menos donde hoy está el campo 
de Mandolesi. Yo no me acuerdo de quién era ese campo antes. Además, con los 
años, uno nombra a Mandolesi y lo demás se le borra. Averiguando, me dijeron 
que Mandolesi lo compró en el año ’34... pero seguro que tiene que haber 
pasado, porque incluso mi padre lo habló con unos amigos después, adelante 
mío... Claro, como de eso no se habló más, después la cosa se fue perdiendo... 
Usted sabe como pasa en el campo, hay mucho trabajo y la gente no tiene tiempo 
para perder... pero que pasó, seguro, porque mi padre lo vio".

Un siglo después, las huellas reaparecen, aunque ya no quedan sobrevivientes. 
Fundado en 1870, el pueblo tendría, en aquél entonces, unos cien habitantes. 
Tal vez, ciento cincuenta. En 1886 una epidemia de cólera diezmó a la 
población. Según consta en las "Memorias de la fundación de las colonias suizas 
sobre el Ferrocarril Central Argentino", escritas por Juan Meyer, un maestro 
suizo, y Luis Weihmüller, "los enfermos incurables y todavía vivos eran tomados 
por horquetas en la base del cuello y arrojados al crematorio improvisado" para 
evitarles sufrimientos e impedir la propagación de la contagiosa enfermedad. En 
ese mismo relato, traducido del alemán al castellano por Walter Schmidlin (su 
hijo fue intendente de Carcarañá entre 1960 y 1973), consta la existencia de 
los hoteles Mageran y Franzini, lugares donde, según "La Capital" del 15 de 
octubre de 1877, se exhibieron los hallazgos de Servarg. Antoine Mageran, el 
francés propietario del hotel, llegó a Carcarañá en 1873 y se fue a Francia en 
1892 con dos hijos y una hija jóvenes. Quizás no se fueron con las manos tan 
vacías, después de todo...



Algunas otras anécdotas históricas pueden formar parte de este rompecabezas. 
Carcarañá, a pocos kilómetros de Rosario, fue algo así como "villa de descanso" 
de muchos rosarinos potentados en las primeras décadas de este siglo. Entre 
ellos, seguramente, muchos de los "capos mafiosos" de los años ’30, época en la 
cual, como sabemos, Rosario mereció con justicia el nombre de la "Chicago 
argentina" por las organizaciones delictivas que habían crecido en su seno. 
Además, cuando en sus primeros tiempos el Ferrocarril Central Argentino tenía 
gran cuota de capitales franceses, Carcarañá era un "nudo" ferroviario y parada 
para pernoctar obligada para todos los pasajeros que viajaban hacia y desde 
Córdoba. En efecto, era necesario hacer allí cambio de trenes, pero no existía 
coordinación horaria con lo cual el viaje entre ambas ciudades exigía 
forzosamente una parada nocturna al punto tal que, durante varios años, el 
boleto de tren incluía la noche de alojamiento en uno de ambos hoteles, todo lo 
cual conformaba un panorama de bonanza económica para el entonces creciente 
pueblito. Miles de pasajeros viajaban entre ambas ciudades, lo que también se 
traducía en cifras millonarias de equipajes, encomiendas y transporte de 
cargas. Y eso significaba, creciendo a la sombra como hongos venenosos, robo y 
contrabando.



La pesada chapa de hierro rechinó ominosamente al moverla de sus goznes. El 
casero, bufando ostensiblemente, la dejó caer a un costado y me señaló la 
oscuridad. Cambié una rápida mirada con algunos de mis colaboradores de mi 
instituto, el Centro de Armonización Integral, y con un resoplido mezcla de 
fastidio y resignación comencé a descender por la centenaria escalinata. Era un 
día más de trabajo de nuestra gente y mientras algunos lo hacían en el túnel 
que los lugareños conocían como "del solar", otros hacían lo propio en pleno 
centro de la ciudad, donde nuestras prospecciones nos permitieron acceder a 
otros segmentos de galerías subterráneas, uno de ellos, bajo una ya 
desaparecida confitería bailable, francamente gigantesco, de casi media manzana 
de ancho. Y aquí, en el sótano de lo que había sido la vivienda para huéspedes 
del primitivo administrador inglés de estos ferrocarriles, Thomas Thomas 
–cuanto menos, ése era el nombre que conserva la memoria colectiva– se 
rumoreaba que podía haber algo más.



Hombre singular, este Thomas. Pese a contar, según se sabe, sólo con el sueldo 
de funcionario ferroviario, su casa era una verdadera fortaleza y castillo. Sus 
dominios, arbolados y en las mejores tierras junto al río, se extendían por 
hectáreas, totalmente perimetrado por una imponente empalizada.



Se asegura que la grifería era de oro, y para mantener el microclima ideal 
tanto en verano como en invierno, las paredes estaban forradas en plomo. 
Precisamente, para apropiarse de todo aquello fue que, décadas atrás y 
abandonada a la suerte la construcción, fuera expoliada por los vecinos hasta 
los cimientos. Hoy, sólo ruinas dispersas señalan el lugar donde, quizás, un 
maniático británico de sueños mayestáticos quiso construir una utopía a la 
medida de sus delirios.



Más allá de los sueños de grandeza, la parte sombría del hombre no podía estar 
ausente de su huella: aquí, donde ahora descendí, estaban las mazmorras, las 
celdas subterráneas donde, cuentan algunos ancianos lugareños, Thomas encerraba 
a los sirvientes más díscolos, muchos de ellos descendientes de indígenas 
aculturalizados, para ser castigados o confinados y donde también, en tantas 
ocasiones como la vergüenza de la memoria histórica permitió olvidar, 
encontraban la muerte. Luego la noche, unas piedras atadas con cadenas a los 
tobillos y la cercana complicidad del río que todo lo oculta...


Es casi un secreto que la fortuna de Thomas fue producto del contrabando: no 
otra explicación –que arrojaría luces sobre las rápidas fortunas de muchos 
colonos que perecieron en las pestes anteriores, emigraron o, en algunos pocos 
casos, permanecieron en el lugar– tienen esos gigantescos recintos 
subterráneos, con túneles que los interconectan. Una completa investigación 
sobre el particular de nuestra organización que próximamente saldrá a la luz 
demostrará que el movimiento comercial de almacenes y acopiadores de "frutos 
del país" (para usar un eufemismo propio de aquellas épocas) no justificaba 
semejantes depósitos subterráneos y que, de común, las mercaderías en tránsito 
legal (recordemos su importancia ferroviaria allá por las últimas décadas del 
siglo pasado) contaban con galpones asignados al aire libre. La ecuación es, de 
hecho, muy sencilla: la capacidad de almacenaje de tales silos bajo tierra era 
exagerada para la población estable de Carcarañá, aun supuesto el caso de 
alguna emergencia de aislamiento. Los túneles, cuyas características 
arquitectónicas los sitúan en su mayoría en esa fecha (salvo algunos que 
podrían corresponder a asentamientos jesuíticos muy anteriores, y cuyo 
descubrimiento o recuerdo iniciaría o continuaría la tradición de tales) 
permitirían, a través de su interconexión, el tráfico comercial clandestino sin 
sobresaltos. Otras explicaciones (defensas contra los indios, depósitos para 
mantener la mercadería perecedera fresca) caen por su propio peso: la primera 
posibilidad, porque hacia 1870, cuanto menos en esa zona, los aborígenes ya no 
eran un peligro (era más época de "malocas" que de "malones", o sea, más que de 
ataques indígenas sobre poblados blancos ("malón") era el ataque "cristiano" 
sobre el poblado indígena cuando los hombres de pelea estaban de caza o 
combate, la "maloca"). ¿O acaso no recordamos que, precisamente por ese 
entonces y miles de kilómetros al sur, se derrumbaba el único peligro cierto 
para el hombre blanco, cuando con epicentro en Choele-Choel y Melincué caía el 
imperio de Calfucurá, el cacique araucano inconquistable que dominó buena parte 
del territorio sureño?. En cuanto a la condición de "protofreezers" de los 
túneles, volvemos al razonamiento anterior: excesivo depósito para tamaña 
exigua población, a menos que tuviera otro destino con lo cual, rizando el 
rizo, regresamos al tema del contrabando.



Contrabando en los años setenta (del siglo XIX, naturalmente), "mafia" en los 
’30 y, según se rumorea (es solo un rumor, pero yo soy de los que creen que 
cuando el río suena...) ex pilotos franceses de Argelia contrabandeando en 
campos de aterrizajes clandestinos en los setenta... ciertamente, la Dirección 
de Turismo de Carcarañá debería pensar en explotar este aspecto desusado y, qué 
duda cabe, más interesante de su pasado. Seguramente (a fin de cuentas, las 
autoridades comunales de Chicago también lo han hecho y, salvando las 
distancias, con jugosos dividendos, ya que "Los intocables" y Al Capone siempre 
fueron negocio) atraerían más turistas que con el lindo balneario con que 
cuentan.



  Sé que a esta altura el lector, reprimiendo un bostezo, se preguntará: a fin 
de cuentas, ¿qué tiene que ver todo esto con los OVNIs y la Parapsicología?. 
Tiene que ver con dos aspectos que, si se quiere, son sumamente contradictorios 
(está bien, está bien no frunzan el ceño de esa manera; yo no tengo la culpa de 
que sea así la cosa): por un lado, salir al cruce de las versiones de los 
sempiternos ovnílogos, arqueólogos, parapsicólogos y "alter logos" de fin de 
semana, es decir, aquellos que gastan la onda "Viejo, llevame a Carcarañá que 
quiero hacer una investigación, llevame" (aunque no quiero aparecer como 
ineluctablemente machista, han sido mayoría de señoras que, con tarjeta de 
"doctoras", "licenciadas" o "profesoras" en parapsicología, biopsicoenergética 
o energopsiradioetereología aparecieron por aquellos lares emitiendo sesudos 
juicios "de campo" desde la comodidad del aire acondicionado del automóvil 
estacionado a un costado de la ruta, en el sentido de que los túneles fueron 
hechos por "seres extraterrestres" o "enigmáticos habitantes de una 
civilización de la tierra hueca". Aunque no lo crean (lo que sería sólo 
problema de ustedes) yo he escuchado decir, a algunos trasnochados, que las 
marcas de los picos de los excavadores eran, en realidad, la evidencia de "una 
avanzada tecnología de trépanos gigantescos rotando" o (¡ay!) "descargas de 
rayos láser". Tal lo delirado por algunos integrantes de una tal "Fundación 
Argos" que medrara por el lugar bajo la tutela espiritual de una Martha 
Pattini, "doctora" –según autopostula– en psicología (hum...), arqueología 
(je...) y ciencia extraterrestre (¡puaajj!...).



            Pero, por otro lado, dispongamos estas cartas sobre la mesa:

a)      se dice que se habría hallado un objeto de origen astronómico, 
presuntamente "ocupado", como viéramos, por esa "momia".

b)      Se informa, allá por 1880, de una aparente "lluvia meteorítica" –ya que 
no hay relación directa con el hallazgo de Servarg porque existiría un recuerdo 
fresco de esa "lluvia" en la región que el francés omite mencionar;

c)      Es una zona riquísima en yacimientos paleontológicos y arqueológicos;

d)      Profusión de túneles con origen histórico conocido y

e)     Zona recurrente, en tiempos modernos, de apariciones OVNI (recordemos 
que lo que en el siglo pasado se conocía como Carcarañá Oeste es hoy la 
localidad de Correa, sobre la que volveremos enseguida.



¿Y qué significa todo esto?. Pues que cumple con una de las pautas más 
interesantes –aunque aún resistida por los investigadores ortodoxos, quizás 
como inconsciente mecanismo de defensa ante las impresionantes implicancias– : 
los OVNIs parecen tener focos de apariciones reiteradas en zonas concomitantes 
con fenomenologías parapsicológicas o, mejor deberíamos decir, insolitológicas 
en general. Tomen el así conocido en la cronología ufológica como "caso Correa".

El domingo 13 de octubre de 1968, Humberto Damiani, chacarero afincado desde 
1955 en esa localidad, salió de su casa por el campo de ciento ochenta y tres 
hectáreas que arrienda a su propietario, de apellido Schmidlin (sí, el ex 
intendente de Carcarañá) y regresó. Media hora más tarde (sería las doce y 
treinta) su mujer le señala una camioneta detenida al frente y una persona que 
se acerca al lugar. Damián sale y le pregunta qué deseaba y el desconocido 
–vestía un mameluco marrón (al igual que sus tres compañeros que aguardaban 
dentro del vehículo) con un cinturón de hebilla plateado– le pregunta por el 
camino de salida. El chacarero le indica, y los cuatro "extraños" –el término 
es de Damiani– parten. Al rato, Humberto pregunta a su mujer por dónde habían 
entrado y recibe una respuesta nada tranquilizadora: "Venían del fondo del 
campo", responde ella...

Sí, del fondo, justamente allí donde fuertes alambradas de cinco hilos y una 
interminable hilera de postes impiden todo acceso al lugar; por delante de la 
casa no habían pasado, ya que su presencia hubiese sido delatada por los 
temibles perros que guardaban a la familia. Entonces, la pregunta flotó en el 
aire: ¿de dónde salieron?. ¿Cómo llegaron hasta allí?.



Damiani se hizo estas preguntas justamente el día anterior al 14 de octubre, 
cuando su hermano Antonio descubrió "los extraños círculos" al fondo de la 
hacienda.

Al llegar al kilómetro 361 de la ruta nacional número 9, aparece Correa. 
Pequeña, alberga veinte mil habitantes, a pocos kilómetros de Carcarañá. Una 
plaza, un juzgado de paz, la comisaría y una municipalidad. Una vida normal, 
agricultura y ganadería, para una población que tiene en las fábricas de 
muebles, la cerámica y los ladrillos una forma de subsistencia y un motivo de 
orgullo. A trece kilómetros de allí, siguiendo una ruta polvorienta que empalma 
con el camino a Carcarañá, Humberto Damiani y sus hermanos Rafael Antonio y 
Domingo siembran trigo, recogen la cosecha y, según ellos, "viven en paz con 
Dios". Todo era así. En los años hasta entonces en que los Damián trabajaron el 
campo y miraron el amanecer, no encontraron nada extraño. Sin embargo, ese año 
y bajo un sol ardiente, una cosecha exuberante y ciertas luces, rasantes, 
nocturnas, que el suegro de Damián confirmó haber visto algunas veces, las 
cosas comenzaron a cambiar. El 14 de octubre de 1968, Humberto hizo su vida de 
siempre. A las seis y treinta horas, apenas salido el sol se levantó y fue al 
corral. Ordeñó una vaca, regresó, tomó su café con leche, y volvió al corral, 
largó al animal, fue hasta su casa, tomó un baño y llevó a sus hijos hasta el 
colegio Niño Jesús, de Carcarañá. Allí, como es su costumbre, hizo algunas 
diligencias desde las ocho hasta la hora de salida –las doce–. Luego, volvió a 
su casa. Allí se encontró con Rafael quien le habló de "cosas raras" que  había 
visto en los fondos  del campo, cuando  buscaba un ternero extraviado. Nadie 
imaginó –menos su hermano– que ese día, horas más tarde, todo sería distinto. 
Por eso fueron allí.



Fue el primer aviso de que algo extraño pasaba. Damián no dio mayor importancia 
al asunto. El gran círculo era visible desde cierta distancia.


  a.. –             En un primer momento le dije que podía ser alguna persona 
que entró a caballo, enlazó un vacuno y que, al girar, formó la circunferencia. 
Dije esto sin haber visto los círculos –aclara– fue así que después de almorzar 
fuimos a verlos. Cuando llegué al lugar, descubrí otros. En la circunferencia 
que bordea cada uno de ellos (la corona) crecían unos hongos gigantescos, de 
una especie desconocida en el lugar. Entonces reflexioné. Fue en ese momento 
que me dije: "Ahora creo en los OVNIs, esto no es cosa de vacunos. Y denuncié 
el hecho. Ahí comenzó todo". 

Fue un día extraño, hacía mucho calor. La noche anterior Damiani tuvo un sueño 
pesado y la imagen de la camioneta volvió nuevamente. Seguramente en el momento 
de ver los círculos, el hombre pensó en su suegro (y las luces que éste había 
divisado), en las versiones de Pertussatti, su vecino, quien afirmaba haber 
observado, quince días atrás, una luz intensísima en ese sector y en el hijo de 
un oficial de la policía de Correa, que dos semanas atrás y en un lugar que 
concuerda con el campo de referencia, desde la ruta que conduce al mismo fue 
sorprendido por un vivo resplandor.



Pero, ¿porqué este lugar?. ¿No existen, acaso, otros más recónditos, más 
inaccesibles, que oculten al ojo humano toda posible maniobra de seres 
presuntamente alienígenas?. Sin embargo, poco a poco todo es más claro. Es más, 
el terreno tiene cierto declive y el nivel es más bajo con respecto a las 
chacras vecinas. La más próxima es, precisamente, la de Damián. Las otras, que 
se divisan pequeñas, se encuentran a más de dos kilómetros. Por lo tanto, como 
punto estratégico y silencioso, es ideal. Cualquier objeto posado allí, de 
noche o media tarde, sería perfectamente invisible para los moradores de las 
casas lindantes. El terreno es poco frecuentado y –a no ser como explicó el 
protagonista– que un ternero pase a potreros vecinos, nunca (si acaso, dentro 
de mucho tiempo) alguno de los hermanos hubiese llegado hasta allí. A simple 
vista, el paisaje es abrumador; silencio, lejanía y desnudez.

Los hechos están allí. Es posible que el "meteorito" no haya existido (ya 
hablaré de eso). Los túneles respiran un aire sospechosamente delictivo. Los 
OVNIs andan por los cielos y seguramente les importará un bledo las puntas de 
flechas o las osamentas antediluvianas sepultadas en los campos sobre los que 
se pasean... pero todo está, precisamente, ahí. A lo largo de un siglo, todos 
estos misterios tienen un foco existencial de pocos kilómetros cuadrados.



Carl Gustav Jung (1875-1961) fue un trascendente psicólogo suizo, creador de la 
escuela de Psicología Compleja y quien tendió un puente académico para el 
estudio psicológico de las mitologías, religiones y esoterismo. Él se detuvo 
largamente en el análisis del concepto de "mandala", palabra que en sánscrito 
significa "círculo", y refiere tanto a un objeto oriental empleado en 
meditación con esa forma, como a componentes intensamente emocionales 
emergentes de la psiquis y alucinados ocasionalmente con esa forma. También 
profundizó en el estudio de los misterios de Eleusis, representaciones 
dramáticas y semisecretas en templos de la antigua Grecia con carácter 
iniciático. ¿Y si, parafraseando a Jung, en este caso en particular las 
apariciones sólo fueran un "mandala", un emergente del Inconsciente Colectivo, 
sensibilizado en los lugareños por su convivir con lo misterioso?. Porque, 
aunque no sea a lo largo de tanto tiempo necesariamente la dominante de las 
charlas diarias, los pequeños misterios eleusíacos de Carcarañá ilustran el 
nacimiento de un folklore. Contado junto a los fogones en las noches, repetidos 
antes de dormir a los pequeños por las abuelas, relatados en distendidas 
charlas de sobremesa domingueras, han sido los "cuentos de hadas" de los 
tranquilos habitantes de aquella región. Y los semiólogos conocen perfectamente 
el efecto modelador de idiosincrasias que han tenido, por ejemplo, los relatos 
de los hermanos Grimm en los alemanes del siglo pasado...



Quizás, en este contexto, poco importe si estas cosas realmente pasaron. Es 
decir, si fueron reales. Porque volvemos al principal problema, que no es 
ovnilógico ni parapsicológico, sino filosófico: ¿qué es lo real?. Hoy por hoy, 
más que lo que es, o lo que se acepta, es lo que compulsa, modela creencias, 
pauta conductas, desencadena respuestas sociales. Desde ese abordaje, los 
enigmas de Carcarañá han sido, son y serán reales.



Y un comentario final sobre la momia, el ánfora y ainda mais.   Las 
investigaciones no han  terminado  –pienso regresar pronto a "barrer" la zona 
con un buen equipo esto, claro está, siempre y cuando los carcarañenses no me 
declaren persona non grata por aquellos lares a partir de estas líneas y, 
ciertamente, nadie ha hecho un estudio realmente a fondo del terreno. Oh, sí, 
se han caminado arriba abajo toda la costa por ambas márgenes, llevado algunos 
detectores de metales y punteado la tierra... pero eso no basta. No basta para 
afirmar, como dijera un actor metido a ovnílogo, que "el terreno tiene todas 
las características de las zonas preferidas por OVNIs" (¿ah, sí?. ¿Y cuáles son 
ésas?. Porque si el tema es la presencia de agua, los árboles y el terreno 
ondulado conozco lugares así donde lo más raro que se vio en los cielos fue un 
avión) pero tampoco, como dijera algún otro, "no existe el meteorito porque no 
lo hemos encontrado", cuando el método de búsqueda empleado no ha agotado todas 
las posibilidades. La necesidad de zanjar un misterio engaña a la razón, al 
punto de llevarnos a declamar que algo es falso sólo por la tranquilidad 
psicológica que significa dar carpetazo final a un tema. Algunas mentes no 
resisten misterios muy prolongados pese a que, como dijera el poeta Paúl 
Eluard, "los mejores enigmas son aquellos que nunca podremos develar".



Pero también hay suspicacias. Servarg –según se sabe– tenía intereses 
económicos en el Hotel Mageran, con lo cual un incremento de visitantes le 
sería beneficioso. Y, por otro lado, un buen conocido nuestro, de quien 
supiéramos años atrás en plan de investigaciones, nos contó que su bisabuelo, 
cumpliendo a principios de siglo el servicio militar en la cercana población de 
San Lorenzo fue movilizado, con gran despliegue de tropas, hacia la zona de 
Carcarañá porque "los ingleses custodiaban algo muy importante"  y que  
mediante  gran equipo  se cargó  en ferrocarril con destino provisorio el 
puerto de Buenos Aires y final –suponemos– la brumosa Albión. Pudo haber sido 
algún cargamento comprometedor en esos tiempos previos al pacto Roca-Rucinam y 
la entrega de buena parte de la soberanía argentina al imperialismo británico. 
Pero también pudo haber sido el meteorito. 



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