Hola amigos de aymaralist;

Les paso el siguiente artículo de Albino Ruiz Lazo,
que por el relato inicial de su artículo, es nacido en Acora.
Encontrarán interesante detalles de la imigración Boliviana,
Peruana y Coreana a São Paulo.

Saludos a todos

Jorge P Arpasi
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 BRAUDEL PAPERS - Edición Extraserie Año 2001 Nº 28

El mundo es ancho y ajeno 

De los Andes a São Paulo


 ALBINO RUIZ LAZO  

Mi nacimiento, en un domingo oscuro y lluvioso de diciembre de 1955, paralizó
la línea telegráfica entre los pueblos a la orilla del Lago Titikaka en el
altiplano peruano. La única persona capaz de ayudar a mi madre era una vieja
partera ciega que vivía en una choza en las alturas del pueblo de Acora. La
trajeron hacia media mañana a la Oficina de Correos y Telégrafos, donde mi
madre trabajaba como telegrafista. Mi madre avisó que tenía dolores de parto a
sus compañeros en las oficinas a lo largo de la carretera que conecta la
ciudad de Puno con Bolivia. Los otros telegrafistas mantuvieron la línea
abierta, atentos a un eventual vehículo en ruta hacia Puno, 30 kilómetros al
norte, en caso de complicarse el parto. 

Los telegrafistas de la red nacional difundían las noticias pueblerinas y
mundiales. Diariamente transmitían los titulares de los periódicos que no
llegaban a los pueblos del altiplano, noticias de la política, de los partidos
de fútbol y la suerte de los cuartelazos. Las radios a transistores japoneses,
ya en el mercado mundial, no habían llegado aún a las aldeas de los Andes. 
Nací en esa oficina que participaba en los cambios que vivió el país hasta que
los cambios borraron los millares de postes y cables de la red telegráfica en
todo el país. La varita mágica del cambio se movió rápidamente, conectando
comunidades aisladas con el resto del mundo, liberando los campesinos de la
servidumbre e ignorancia. Los cambios trajeron nuevas carreteras, muchas
escuelas, nuevos combustibles, electricidad, transporte por bus, camión y
avión, teléfono con discado directo, radio, televisión y, recientemente,
cabinas públicas de Internet. En los remotos pueblos de los tiempos del
telégrafo, ahora sus gentes pagan 57 centavos de dólar por hora para llamar a
teléfonos de familiares en EU o Europa usando telefonía IP (Internet
Protocol), seguir los detalles sobre la crisis política de poder y corrupción
tras la huída del presidente Fujimori o aliarse en nuevos partidos políticos.
Mi hijo Miguel pudo, recorriendo las aldeas de Puno, cultivar una amistad con
Raquel Salvador, una española radicada en Londres a quien conoció en el Chat
Café Ole. Ella acaba de llegar, para pasar unos días juntos en Los Andes para
conocerse más. 

La proliferación de escuelas secundarias después de la reforma agraria en los
años 70 arrojó jóvenes a las ciudades para seguir estudios. Con nuevas
oportunidades producidas por los cambios, se dispersó la avasallada masa
indígena que acudía a las oficinas del telégrafo para recibir medicinas y
curaciones que mi madre repartía. Cuando volví a Acora, muchos años más tarde,
quedaban apenas los viejos. Me trataron como a un extraño, diciendo que hablo
y me visto como un gringo, que quedé muchos años fuera sin hacer nada por el
pueblo. 

Otro ausente es Oswaldo Curo, que había nacido en 1971 en Capachica, en el otro
lado del Lago Titikaka. Lo conocí en São Paulo, una madrugada de agosto del
00, 0 buscando lugar para vender un lote de aretes, entre una multitud de
fantasmales siluetas atiborrando la Calle 25 de marzo, el tumultuoso mercado
callejero cerca al antiguo centro financiero de São Paulo. Allí chinos,
coreanos, rumanos, angoleños, ecuatorianos y peruanos, junto con vociferantes
nordestinos brasileños, venden al por mayor productos de toda procedencia
hasta las 8 de la mañana, cuando empiezan a llegar los inquilinos de los
puntos de venta callejera autorizados a los minusválidos, a quienes pagan 400
reales semanales. Los vendedores de la madrugada temen la "rapa" de los
inspectores municipales, convocados por los minusválidos en defensa de sus
derechos adquiridos. 
 
Oswaldo vive y produce bijouteria con una mulata de Minas Gerais, en un cuarto
del Hotel Itaúna, que hospeda a los peruanos del Cusco en São Paulo. Vive tres
de sus 29 años en Brasil, después de abandonar sus estudios, en la Universidad
Adventista en Lima, por falta de dinero, siguiendo un fuerte impulso. "Tenía
10 años cuando salí por primera vez de mi pueblo en excursión escolar para ver
el mar en Arequipa," dice. "No entendía bien el castellano. En mi pueblo se
hablaba sólo Quechua. Después  regresé por mi gusto, trabajé como heladero,
era bueno para conocer la ciudad. Me daban comida y dormía en un rincón de la
fabrica del patrón. Yo siempre quise salir. Estaba dentro de mí por eso me fui
a estudiar a Lima y ahora estoy aquí." 

La puerta del Hotel Itaúna se abre a la Avenida Rio Branco. El hotel arroja un
acre olor a moho y polvo que viene desde lo alto de la escalera que conduce a
los pisos superiores. Puertas, rejas y guarniciones de un verde desvaído
salpican de color cuatro de los cinco pisos, largos pasillos laterales a media
luz conectan las 17 habitaciones por piso cuyas puertas permanecen
entreabiertas la mayor parte del día expirando olores a jabón comida, sudor y
lana de animal. Algunos niños juguetean muy cerca de sus puertas y en
cualquier lugar el llanto de un lactante se mezcla con música cusqueña
reproducida en casseteras. Sobre el piso de las habitaciones, rumas de tejidos
de alpaca organizados por docenas, guantes, gorros, extinguidos chullos
peruanos, bolsos de irreconocible procedencia. Adosados a las paredes desde el
techo armazones de metal sosteniendo ganchos ensartando centenares de pulseras
y gargantillas de todo color y forma procedentes del Perú, Ecuador, Paraguay,
Brasil y Bolivia. Estanterías de vidrio con variedad de piezas y adminículos
para bijouteria y objetos de cerámica fría para refrigeradores. Las
habitaciones del fondo, más reservadas, divididas por cortinas sirven de
dormitorio-taller. Camas y colchones unos sobre otros ceden durante el día, el
espacio para la confección de aretes por los cuales se paga cinco centavos la
unidad a un personal de confianza. Oswaldo da trabajo en su habitación a dos
jóvenes brasileñas que confeccionan bajo su dirección adminículos semejantes a
los usados por la exuberante Feticheira (Hechicera) de la TV. "A las muchachas
les gusta ponerse lo que la Feticheira usa. Cada semana es algo distinto.
Tengo que producir muy rápido," dice. Los comerciantes chinos en São Paulo
rodean a los peruanos, buscando una forma de imitar los aretes del Cusco.
"Exige mucho trabajo fino manual," dice René, un cusqueño que vende en la 25
de março. "Es un producto con el que los chinos no pueden competir." 
   
 
Los comerciantes más pudientes adaptaron altillos en sus cuartos que sirven
como literas y como almacén suplementario donde se guarda mercadería o
colchones a ser tendidos en el suelo en  las  noches. Por  día funcionan como
bazares discretos para aprovisionar a los miles de peruanos, y otros feriantes
que vienen de las calles o del interior del Brasil. Al centro un corredor
central conecta la segunda fila de habitaciones y los servicios higiénicos
desde cuyo interior, a media mañana, chorreando agua, semivestidos, salen 
algunos huéspedes rumbo a sus cuartos. Son los comerciantes mayoristas de
vuelta del voraz mercado que surge desde las cinco de la mañana el mercado
libre de São Paulo. El hotel hospeda a 350 cusqueños entre sus 80
habitaciones. 
  
Migración y adaptación 

Estos cusqueños están en el alto de la honda de la migración mundial. La
migración es uno de los mecanismos más antiguos de la adaptación humana. Desde
hace 70,000 a 100,000 años atrás, cuando los primeros hombres aparecieron en
África, la migración difundió la humanidad a todos los continentes del
planeta, casi siempre como respuesta a las crisis ecológicas, los conflictos
políticos y a las nuevas oportunidades. "La historia de América es, en el
sentido más amplio, la historia de la migración," observa el historiador
demográfico Noble David Cook. Olas migratorias formaron el pueblo brasileño, y
especialmente la Ciudad Mundial de São Paulo: portugueses, negros, italianos,
alemanes, judíos, rusos, japoneses, coreanos y, ahora, trabajadores pobres y
comerciantes de América del Sur. 

Los  andinos que llegan al Brasil forman parte del torrente humano que hoy
cruza fronteras, de uno al otro lado del mundo. Peruanos, brasileños e iraníes
pululan en Japón, que está perdiendo población hace décadas por la caída
drástica en nacimientos. África del Sur expulsa cada año 100,000 de sus dos
millones de inmigrantes indocumentados, pero muchos de ellos vuelven
clandestinamente. Los chinos entran a Europa por los Balcanes, los musulmanes
a Italia vía Bosnia en vuelos semanales desde Estambul y Teherán. En el primer
semestre de 2000, el gobierno de Croacia, capturó 10,000 inmigrantes ilegales,
mas que los 8,000 en todo 1999, procedentes de China, Rumania, Bangladesh,
Turquía y otros países. Gángsteres y prostitutas de Albania entran fácilmente
a Italia para circular por toda Europa. En junio, los cadáveres de 58 chinos
asfixiados fueron encontrados en el container de un camión en Dover, en una
tentativa de ingreso clandestino a Inglaterra. Según el New York Times, "estas
historias parecen confirmar la alarma creciente entre diplomáticos y
funcionarios de inmigración en Occidente. Creen que una sofisticada red de
gran alcance, dedicada al tráfico de seres humanos desde Asia, ha transferido
su objetivo de los Estados Unidos, hacia Europa."  

En Nueva York, 40% de la población actual nació fuera de los Estados Unidos, en
167 diferentes países y habla 116 lenguas. "Sin la inmigración, Nueva York
sería muy diferente, con barrios abandonados y pérdida de población," afirma
el sociólogo Philip Kasinitz. Las mayores olas de nuevos inmigrantes vienen de
Rusia, México, India, Pakistán, Bangla Desh, República Dominicana y Colombia.
Migraciones parecidas llegan a París y Londres. En los Estados Unidos, 12% de
la fuerza de trabajo consiste en inmigrantes, sumando 15.7 millones de
personas, de las cuales cinco millones son ilegales. Estados Unidos emite
250,000 visas anualmente para técnicos extranjeros en software. En el Valle de
Silicio de California, 774 empresas eran dirigidas por migrantes de la Índia
en 1998 y otras 2,001 por chinos, empleando juntas 58,282 personas produciendo
el 17% de las ventas de alta tecnología del Valle.  El gobierno de Iowa, en el
corazón agrícola de los Estados Unidos, está reclutando inmigrantes
activamente, alarmado por sus perdidas demográficas, el envejecimiento de su
población nativa y la emigración de sus jóvenes después de salir de las
escuelas.  Italia, con la tasa de natalidad más baja de toda experiencia
humana, tiene más gente mayor de 60 años que la menor a 20 años. Es difícil
pensar en otra solución para el problema demográfico de Europa Occidental, con
una tasa de reproducción negativa, que no sea inmigración masiva. Las
migraciones internacionales también forman parte integral del proceso de
globalización. Lo difícil políticamente es establecer distinciones jurídicas
entre el movimiento libre de bienes e ideas y el movimiento libre de personas. 
 

Oriundos del Cusco 

Cuando acabó el terrorismo del Sendero Luminoso en el comienzo de la década de
90, Cusco volvió a ser una de las grandes atracciones turísticas de América
del Sur. Entre iglesias coloniales y monumentos macizos antiguos del Imperio
Inca, indígenas de habla quechua vestidos en ponchos coloridos posan para
fotos turísticas al lado de llamas adornadas con cintas rosadas, pidiendo
propinas con fragmentos desastrados de inglés y francés. Bares y discotecas
pizcan letreros de neón. Vendedores de calle rodean los  turistas para ofrecer
chompas de alpaca y joyas nativas, un negocio que envolvió Raúl Aquino cuando 
llegó al Cusco como niño de aldea para estudiar el Secundario. Fué tan fácil
vender estos artifactos  a los turistas brasileños que Raúl, como otros pobres
cusqueños, decidió probar su suerte en São Paulo. 

En el Hotel Itaúna, Raúl y Fausto, un indígena del Ecuador, charlan y hacen
negocios. De cuerpo bajito y rostro redondo, una larga trenza llegando hasta
la cintura, típico de su pueblo, Fausto cuenta que viaja en avión cada ocho
días para el norte del Ecuador a su pueblo, Otavalo, para traer pulseras y
adornos personales con motivos brasileños que manda producir allí. Los pueblos
indígenas de esta región producen una artesanía conocida y promocionada
internacionalmente. Así como Fausto, los otavaleños andan hoy por el mundo
ancho y ajeno, colocando su producción artesanal en todos los mercados
imaginables. En Sao Paulo, los otavaleños se hospedan en el hotel de los
peruanos porque reconocen en ellos una proximidad que les permite hacer
contactos y conocer mejor el mercado para proveer productos. 

Raúl era uno de los primeros huéspedes peruanos del hotel. "La primera vez que
llegué en 1995 no éramos ni cinco los peruanos hospedados," dice. "Veníamos
sólo por días. Teníamos que vender rápidamente la mercadería traída y regresar
porque nos resultaba muy caro quedarnos, al cambio en dólares. Los que viven
ahora en el hotel llegaron hace poco". Raúl vive ahora en una habitación de un
edificio cercano, con un grupo flotante de amigos y parientes. Casi todos
completaron escuela secundaria, en contraste con la mayoría de los brasileños,
bolivianos y ecuatorianos de su edad y clase social. Tiene 27 años, ojos de
ardilla y anchas espaldas. Está renovando la documentación de residente para
alquilar un box en el Shopping chino de "la 25 de marzo." Viene al hotel para
comprar  mercadería. Su hermano Nacho acaba de regresar al Perú llevando
dinero para sustentar  su madre y sus dos hermanas estudiantes en la
Universidad del Cusco. Está buscando aretes peruanos que han empezado a
escasear. "Aquí es muy diferente," Raúl comenta. "Se vende todo, hay una
voracidad consumista, especialmente entre las mujeres. Aprecian lo que se
trae, preguntan de donde viene y respetan nuestra diferencia. Las novedades
acaban y hay que estar cambiando de mercadería permanentemente". 
Excepto los domingos, el hotel despierta antes de las 5 de la mañana.
Resplandores de luz bajo las puertas iluminan levemente los pasadizos. Voces
apagadas, algunas casseteras a bajo volumen y de pronto un tropel de personas
sale cargando enormes paquetes hacia la oscuridad de las calles rumbo al
mercado libre de la madrugada paulista. Van en grupo para protegerse de robos,
regresan cuando pueden. Están muy prevenidos contra asaltos desde que bandidos
invadieron el hotel en julio, saquearon mercadería y se llevaron dinero que
los comerciantes guardaban en efectivo por no poder abrir legalmente cuentas
de banco. 

En los últimos años algunos 50 mil peruanos, mayoritariamente del Cusco, han
llegado a Brasil para quedarse o por temporadas. Aunque recorren ferias,
playas y mercados del interior, han hecho de São Paulo su centro de
operaciones. Viven en apartamentos alquilados o comprados en los edificios del
centro en mejores condiciones que en el hotel. Un promedio de 10 personas
comparten las habitaciones, asumiendo cada una el costo de la vivienda,
ligados por una  red de familiares y amigos. Los peruanos y brasileños venden
y compran la mercadería uno del otro para llevarla a sus lugares de origen.
Los peruanos venden de tres maneras: Los viajeros aprovisionan a los
mayoristas del hotel a un precio base. Venden también en la "25" un poco más
caro. Los detallistas se abastecen a cualquier hora en el hotel al contado o
al crédito garantizado por un fiador o por su propia trayectoria comercial. 

Hay peruanos de todas partes. Algunos han hecho fortunas como Darío, de
Huancayo en los Andes Central, el rey de los adornos de refrigerador, pequeñas
frutas de cerámica que encantan las amas de casa. Llegó al Brasil como
traficante internacional de tesis de grado universitarias para vender las
tesis de las universidades del Brasil en Perú y Bolivia. Descubrió que los
adornos de refrigerador hechos artesanalmente en Perú pueden ser vendidos en
el Brasil en cantidades de espanto por ser más baratos, de calidad superior a
los producidos en Brasil y por los asiáticos. Se dedicó a traer los adornos de
refrigerador del Perú en largos viajes por tierra. Cuando el real se fue
desvalorizando frente al dólar, encontró una salida maestra que eliminaba el
costo de traerlos y la competencia: fabricarlos en Brasil. Ubicó en el
cinturón de miseria de Lima a las manos más hábiles que producían la cerámica
en frió. Descubrió también que era uno de los componentes de origen peruano el
que le da la calidad y viscosidad a la artesanía. Trajo ambas y empezó la
producción masiva en un taller al fondo de una casa en el barrio de Casa
Verde. Rápidamente explotó la demanda. Instaló otros talleres clandestinos y
construyó una plataforma comercial para dominar el mercado. Hoy Darío dice que
está preparándose para exportar. Volvió al Perú para montar en el Vitarte, un 
distrito pobre de Lima, una fábrica con decenas de trabajadores a destajo. 
Los peruanos en São Paulo protegen sus viviendas con los sistemas de seguridad
común en la ciudad. Tele vigía en pasillos y ascensores conectados a la señal
de cable que les permite observar lo que sucede en el exterior de la vivienda
llenas de cajas, mercadería, maletines y  colchones arrumados. Para alquilar
un pequeño apartamento hay que superar los requisitos de renta. Una suma de
garantía equivalente a varios meses de alquiler, documentos en regla, fiador y
constancias de ingresos económicos. 

La presencia de los cusqueños en Brasil obedece a diferentes factores. El Cusco
fue lanzado como destino turístico en los últimos 30 años con la construcción
de un aeropuerto internacional y recientemente el asfaltado de la carretera
hasta La Paz. Inmediatamente después de controlada la epidemia de cólera y la
guerra subversiva, el flujo aumentó cinco veces en los últimos cuatro años
hasta llegar al millón de turistas en 1999, un volumen jamás visto. Los
artesanos han sacado gran  provecho del turismo, reviviendo como en tiempos de
la colonia  incontables talleres artesanales y el antiguo corredor hacia
Bolivia. 

En el mundo andino, las migraciones son de tradición antigua. En tiempos
incaicos las migraciones ocurrieron como traslados ordenados de obreros para
las construcciones, soldados en expedición o al implante de pueblos vencidos
en otras zonas como castigo o como medida de seguridad. En la Colonia los
indígenas migraron de sus comunidades para huir del trabajo forzado en las
minas. En 1680, la mitad de la población de la ciudad del Cusco era migrante
trabajando como arrieros, artesanos, comerciantes y servidores domésticos. Con
la modernización y la urbanización, las migraciones se multiplicaron. 
Con la ascensión del turismo llegaron comerciantes internacionales de artesanía
despertando la fiebre de la producción en serie, de aretes y collares con
incrustaciones de piedras del Brasil. "El Gringo Jeff montó una fabrica
reuniendo a 100 artesanos," recuerda Raúl Aquino. "Nos hacia trabajar día y
noche, exigiéndonos cada vez más producción. Nos pagaba 10 dólares a la semana
por producir 100 pares de aretes. Monté mi propio taller cuando aparecieron
compradores directos. Un día nos dijeron que el mercado se había saturado y no
nos pagaron la mercadería que habíamos entregado. Tenía 4,000 pares de aretes
y muchas deudas. Me vine al Brasil para venderlos directamente. Los vendedores
de piedras me dijeron que había un buen mercado". 

Al empeorar la recesión que vive el Perú, miles de cusqueños salieron en busca
del mercado en Brasil. A su paso obligado por el Titikaka incorporaron a sus
mercancías, los toscos tejidos de alpaca que los gringos gustaban comprar.
Descubrieron que hacia furor entre las mulatas de São Paulo para abrigarse
coquetamente en el corto invierno paulista. Chullos indígenas (gorros de lana
cubriendo las orejas), de uso extinto en el Perú, salen de las estaciones del
metro de São Paulo en las cabezas de orgullosos compradores. 
Entre otros peruanos, Raúl tenía rentado un box de 2x2 metros en  la estación
central de metro de la plaza de Sé por donde pasan cada día dos de los 17
millones de personas que viven en el Gran São Paulo, 17 veces más que el
millón de turistas que llegan al Perú en un año. El Gran São Paulo genera el
20% del producto bruto interno del Brasil, dos veces el tamaño de las
economías de Perú y Bolivia juntos. 
 
Los Coreanos llegan 

Antes de los peruanos y bolivianos, llegaron los coreanos. Tjitjalenka era el
nombre del barco que trajo oficialmente en 1963, bajo un acuerdo entre los
gobiernos de Brasilia y Seúl, al primer centenar de familias coreanas desde
las tierras distantes del antiguo reino de Kyrio que conocemos como Corea,
rompiendo con este envío una larga tradición de condena a los emigrantes. La
falta de trabajo que sufrían en Corea del Sur quienes habían huido de Corea
del Norte y la tremenda crisis económica tras la división territorial de Corea
hace 50 años llevó al gobierno de Seúl a financiar la emigración al Brasil
para desviar el crecimiento demográfico, aliviar la desocupación, obtener
moneda dura que los emigrantes enviarían y ganar aliados diplomáticos. 
Pero los emigrados tenía una idea diferente. No querían mantener lazos con
Corea. Su partida era para ellos una salida definitiva y total. Llegaron con
la idea de convertirse en hacendados. Eran militares, gente de clases medias
instruidas y algunos de las clases altas. Intentaron conseguir trabajo en São
Paulo. Fracasaron. Salieron  entonces  a las calles a vender de puerta en
puerta pañuelos y camisas asiáticas. "El éxito fue inmediato," recuerda Mu Kon
Kim un viejo pastor evangélico. "La mayor parte de los coreanos son cristianos
de varias iglesias. Antes era muy fácil saber lo que estaban haciendo los
demás. Vivían casi todos en la villa Coreana en el barrio Liberdade. Cuando se
enteraron de que la venta callejera daba buen resultado, todos hicieron lo
mismo". La venta de puerta en puerta les dio el conocimiento de la ciudad y
sus necesidades que impulsó a los tres Kim pioneros, Son San Kim, In Bae Kim y
Sun Hoom Kim a iniciarse en el mundo de las confecciones. 
Sólo los más viejos recuerdan que fue el pálpito, la calculada decisión de Soo
San Kim que lo llevó a comprar una pequeña máquina de coser a plazos para
coser en su casa, hasta muy entrada la noche, manteles y pañuelos que vendían
a la mañana siguiente ganando 10 a 12 veces el costo de producirlos. Los otros
Kim lo secundaron con éxito. 

La aventura de los tres pioneros contagió a los demás coreanos. Muy pronto en
todas las casas, la febril actividad involucró a las familias. El crecimiento
económico del Brasil en la época absorbía una venta cada día mayor de la
producción de los talleres ocultos. Máquinas domesticas compradas a plazos era
lo único que tenían. El corte se efectuaba con tijeras, de rodillas sobre el
tejido extendido en el suelo. Cuando la demanda de costura llegó a niveles de
espanto, los confeccionistas ya no tenían tiempo ni para comer. Cosían día y
noche casi hasta el desmayo. 

En viaje triangular desde el Paraguay nuevos grupos de coreanos ingresaban por
las fronteras con Bolivia. Quienes crecían en la industria de las confecciones
no dudaron en utilizar el miedo de los ilegales a ser expulsados para
someterlos a un sistema de trabajo en condiciones de esclavo en los talleres
ocultos en la llamada Villa Coreana. Maquilaban escondidos, con ventanas
cerradas, ocultando a los niños para que su presencia no los delate. Temiendo
a cada carro policial en la idea de que venían por ellos. Cuando se dio la
amnistía de 1982 centenares de mayoristas ya florecieron en Bras y Bom Retiro. 
 
Los coreanos hoy afirman controlar el 60% de la industria de la confección, de
la cual el 99% es producida por costureros bolivianos en no menos de 30,000
talleres concentrados en la herradura del Centro y quién sabe cuantos en
barrios distantes. La masa de costureros supera las 150,000 almas. La ropa que
adquiere la masa de paulistas, en general de poca calidad, es el resultado del
ensamble de dos grupos racial y culturalmente distantes: coreanos y
bolivianos.Inocultable, la prosperidad generada en los talleres informales
llevó a los más ricos desde 1975 a mudar sus viviendas de los barrios
populares de Bras, Bom Retiro, Pari y Liberdade al más pudiente barrio de
Aclimação. Pero Bras y Mocca siguieron como centro de sus negocios de
confecciones. 

Antes de la amnistía de 1982, habían florecido comerciantes mayoristas
abastecidos por talleres clandestinos. Entre ellos, un comisionista al 5% se
encargaba de colocar la producción de los talleres y recoger pedidos. Los
talleres aspiraban a ganar el 100% sobre el valor de producción y los
vendedores al por mayor, el 20% del precio de venta.La competencia entre
firmas impulsó una respuesta propia del grupo de coreanos en Brasil: el ahorro
y la simplicidad que se mantiene hasta hoy. El criterio del ahorro es visible
aún en todos los comercios. Decoración y muebles simples al máximo, hasta
llegar a la ausencia de anuncios y vitrinas. Cuando hay ofertas, se anuncian
anotados en tosco papel colgando de una caja. En la producción el ajuste de
costos se consigue vía la mínima inversión en infraestructura, el control
máximo del salario y en el atraso tecnológico. Para asegurar el éxito y
reducir los riesgos de perdida, hay dos estratégias. La primera es control de
los estoques, produciendo en pequeñas cantidades, normalmente lotes de 400 a
1,500 piezas, los más osados llegan hasta 7,000. La segunda es el crédito,
pagando a los talleres proveedores después de la venta y la devolución de las
piezas no vendidas. Cuando un modelo es puesto en el mercado, se somete
instantáneamente al test del éxito. Si empieza a venderse, se solicitan nuevos
estoques. Si no se vende entre 30 a 60 días, se devuelve al taller. 

El dominio de los coreanos sobre las confecciones en São Paulo y el ingreso de
miles de ilegales bolivianos fue simultaneo, movidos por el mercado dinámico
en Brasil y la crítica situación en Bolivia. Los miles de talleristas coreanos
clandestinos que alcanzaron la legalidad por efecto de la amnistía de 1982,
encontraron en los bolivianos que huían del hambre el reemplazo barato en sus
puestos de trabajo para sostenerse y crecer en el competitivo y voraz mercado
de São Paulo. 

Los bolivianos tienen raíces propias en la confección. A mediados de los 80, se
instalaron confeccionistas en los alrededores de La Paz y El Alto en Bolivia.
Producían para los mercados de las fronteras imitaciones de ropa americana
para el frío. Emplearon una población flotante acostumbrada desde tiempos de
la Colonia a ir de un lado a otro en busca de sustento. La ropa ingresaba de
contrabando al Perú por el control fronterizo de Desaguadero. Los moradores de
los pueblos fronterizos peruanos de Ollaraya, Unicachi y Tinicachi amasaron
fortunas contrabandeando jeans y casacas bolivianas, hasta que aprendieron a
confeccionarlas en sus propios talleres en Lima. 

Otros confeccionaban toscos vestidos muy solicitados en los Andes por su bajo
precio. A lo largo de la década de los 80, era constante la quiebra de los
talleres y la instalación de nuevos con maquinas más sofisticadas capaces de
producir detalles y costura novedosa. Esta vía de modernización contribuyó al
fracaso de los talleres incapaces de competir con la novedosa confección.
Primero fueron los costureros. Después los dueños de talleres trasladaron sus
máquinas o vendían todas sus pertenencias para integrarse al mundo de las
confecciones en Sao Paulo. 

Habituados a ir de un lado a otro, a vivir en las minas y ver la luz del día
unas horas por semana, los bolivianos se acomodaron a vivir en los talleres de
costura de los coreanos en condiciones parecidas a  de las minas. Familias
completas en condición de ilegales aceptaron vivir y trabajar en un mismo
ambiente en condiciones cercanas a la esclavitud. Trabajando a destajo 16
horas por día, repitieron hasta en los detalles la vida llevada por sus
patrones cuando ellos eran los ilegales. No menos de 150 mil bolivianos han
trabajado en esas condiciones en los talleres coreanos, intentando alcanzar un
salario eludido bajo un sistema de vales sin fecha de pago. 
Los primeros costureros cultivaron esperanzas. Volver a montar un taller en
Bolivia o en Brasil para hacer lo mismo que los coreanos. La nueva amnistía de
1998 abrió ventanas a la esperanza. Antes que por denuncias de la prensa, los
coreanos han cedido la confección a nuevos talleristas bolivianos por una
razón tan simple como aplastante. Transferir el riesgo a los bolivianos,
absorbiendo su trabajo y librándose del temor a una posible multa al ser
descubiertos por las autoridades. Los talleres de los coreanos siguen operando
en las mismas condiciones, pero ahora con el escudo de los bolivianos. 
Dueños de un documento de identidad y con la experiencia acumulada, los
bolivianos ingresaron rápidamente al tallerismo después de la amnistía
legalizando su permanencia en Brasil. Podían arrendar una vivienda, conseguir
una cuenta bancaria y valerse de la facilidad, con que se obtiene un crédito
en São Paulo para comprar en la multiplicidad de talleres de reparación,
máquinas de segundo uso a precios inmejorables. 

Una máquina de costura recta de fabricación china, la más barata, puede ser
comprada a US$ 190. Una japonesa Juki a US$ 270 y una americana a US$ 325. Las
pequeñas máquinas para costura overlock son más caras. Las más baratas son de
US$ 650. Con no más de US. $ 900 se puede montar un taller solvente para
costura simple. Maquinas especializadas en trabajos específicos cuestan mucho
más por oportunidad, antes que complejidad. Los comercios de máquinas son
mayormente de propiedad de brasileños que han conducido esta actividad por
años sin mayores sobresaltos sirviendo primero a los coreanos y ahora a los
bolivianos. Muchas máquinas se ensamblan ahora en Manaus y llegan a precios
mas bajos que antes. Pero  son maquinas tecnológicamente atrasadas. 
La inexperiencia tiene sus costos. Los resultados de sus sueños se reparten por
partes iguales. Una de ellas la componen aquellos que pudieron manejarse en un
mundo nuevo, soportando caídas y angustias. Consiguen adquirir una casa y
conducen sus propios vehículos. Educan a sus hijos lo mejor que les es
posible. Si bien viven en un espacio bastante cerrado, consiguen una
integración aceptable. Manejan algunas decenas de comercios. Y para sus hijos
Bolivia es un lugar remoto. Un segundo grupo son los especialistas que
sobrevivieron, pero fracasaron como otros soñadores en su intento de manejar
un taller. 

Entran también en otros ramos. Rosa Elvira es una mujer entrada en años. Habla
mejor el portugués que el español, porque los acentos aymaras tienen sonidos
cerrados y sibilantes próximos al portugués. Vende adminículos electrónicos y
copias de software en CD pirata en la calle Santa Ifigenia. "Vine hace 20 años
con toda mi familia," dice. "Tenía un taller de costura en mi casa cerca al
barrio de Sopocachi en La Paz. Yo soy paceña neta. No se vendía nada en
Bolivia. Había que llevar uno mismo la ropa hasta la frontera pero ya estaban
cociendo al otro lado.Vivía con toda mi familia en un taller. Nos tuvimos que
venir. Puro vale. Los coreanos no pagan nada. Puro vale, nunca se podía
cobrar. Hemos hecho de todo. He vendido comida. Tampoco, daba al crédito y la
gente desaparecía o se cambiaba de taller. También hemos vendido
"cachorrinhos" (sándwich de hot dog). Hemos hecho de todo. Ahora mi hija tiene
un taller de costura. Yo no pude. Había que correr de un lado a otro buscando
costura, cocinando para la gente. Tenía que pagar cinco cosas. Alquiler, luz,
agua, comida y sueldo. No alcanza. Tanto trabajo y no alcanza. Los coreanos
pagan centavos por una pieza cocida. Centavos señor. Ahora estoy mejor en la
calle." 

Los compradores que frecuentan la Calle Santa Ifigenia buscan cosas puntuales.
Copias específicas de software, piezas de hardware, plugs, adaptadores. Cuando
no los tiene, ella anota el pedido en una libreta. Sabe que volverán porque
los vendedores de la calle son los más efectivos masificadores de cualquier
producto, tanto de la lana de los Andes como de la última tecnología. Los
grandes fabricantes bien lo saben. 
 Otros bolivianos trabajan como modelistas y cortadores. "Prefiero trabajar
para brasileños," explica Samuel Condo, modelista de Street Fashion en Calle
Arcoverde. "Pagan mejor y se trabaja a gusto. Detesto a los coreanos. Son muy
abusivos. Cuando sacas un modelo exclusivo ni te lo reconocen. Siempre quieren
más. De los bolivianos mejor no hablamos, somos como perros comiendo carne de
otro perro. Los peores son los que trabajan como capataces de los coreanos
como hablan tu lengua te sacan el jugo." Antiguos o recientes. Difícil saber
cuál es el origen y las razones de los nuevos coreanos en la industria de la
confección. 

Algunos bolivianos más jóvenes son la vergüenza de los mayores y preocupación
de sus padres si los tienen en São Paulo. Quienes llegaron de niños se han
identificado con los modales y hábitos de las clases bajas de São Paulo.
Seguros de ser ciudadanos legales, no les interesa continuar con la actividad
de sus padres. Un cansancio generacional pareciera haberles transmitido un
sentimiento de derrota. No tienen otro horizonte que el vivir el día. La
sociedad brasileña es una superficie enorme en la cual se pierden. 
 
Domingos en la Plaza Parí 

Desde las cinco de la tarde cada domingo, la pequeña plaza triangular de Santo
Antônio en el barrio de Pari se llena de música con acentos de lata brotando
desde un escenario elemental al interior de las rejas que encierran la
desvaída superficie de cemento que permanecerá vacía hasta el final del día. A
un lado de la plaza, destartalados tubos de hierro soldado hundidos en arena
sucia, los juegos infantiles donde juguetean niños de todas las edades. Al
caer la noche, forma un ambiente de misterio, silencio y complicidad. 
En la noche de domingo aparecen millares de bolivianos en procura de unas horas
de libertad. Circulan ente mezas y tenderetes sobre la vereda. Bolivianos
entrados en años que llegan en viejos autos colmados de familiares para abrir
puestos de venta. La  discreta feria de pueblo andino crece  bajo la vacilante
luz de focos alimentados por energía eléctrica tomada de los postes.Cassetes
de música boliviana cubren mesas plegables de alumínio en cuanto estéreos
portátiles pregonan los últimos éxitos de La Paz. Dentro la  plaza  misioneros
evangélicos sermonizan en español  por micrófono a audiencias atentas de
jóvenes, alternando con intervenciones animadas de una banda boliviana de
rock. En una esquina otros bolivianos se agolpan sobre una barrera de sacos
conteniendo granos y tubérculos andinos para comprarle a una mujer mayor:
quinua, ollucos, ocas, trigo seco, maíz para chicha, queso serrano, charqui,
todos traídos desde Bolivia.En otra esquina se venden a tres reales
fotografías de torneos deportivos y encuentros sociales exhibidas en gruesos
álbumes. 

Jóvenes bolivianos dan vueltas por la Plaza Parí, pausando frente a los kioskos
y las placas puestas por enganchadores coreanos de mano de obra. Apenas si
saludan a alguien. Difícil saber si entre los miles de bolivianos se
conocieron alguna vez.Miran de reojo en busca de un rostro conocido. Un gesto,
algún vecino en Bolivia. Desde carros estacionados los enganchadores miran el
flujo de jóvenes bolivianos como Walker y Rubén, en mangas de camisa temblando
de frío con los ojos clavados en el movimiento. Cruzan la calzada de golpe
para alcanzar a un conocido, se extienden apenas la mano. Nada que decir. Solo
una inmensa sonrisa y después mirar el suelo. La vestimenta de los recién
llegados lo dice todo: acaban de fugarse de un taller de costura. 
"Hemos llegado juntos," cuenta Walker. "Estábamos trabajando con el boliviano
que nos trajo. Nos ha hecho trabajar seis meses y sólo peleando conseguimos
que nos pague 10 reales a cada uno." Añade Rubén: "Nos subimos a un taxi. No
sabíamos dónde estábamos solo le dijimos al taxista: a la plaza de Parí. Le
pagamos todo el dinero. El señor comprendió nuestra situación." 
Rubén y Walker, compañeros de colegio en El Alto, habían "fracasado" en el
examen de ingreso a la Universidad de La Paz a inicios de año cuando
decidieron acudir al llamado propalado por una radio boliviana ofreciendo
trabajo en São Paulo con todos los gastos de transporte pagados, casa, comida
y sueldo. "Vinimos seis," recuerda Rubén. "Hemos esperado en la frontera a que
sea de noche para embarcarnos. El bus estaba lleno de bolivianos. Llegando
nada mas en São Paulo, el hombre nos repartió a otros talleres que estaban
esperando. Se quedó únicamente con nosotros." Walker exclama con ira y
desprecio: "Siempre nos decía, que le debíamos. Hemos cosido pantalones,
camisas, de todo. El hombre pedía mas y mas producción. Gritaba que no era
suficiente, que debíamos producir mas para poder ganar. En el taller había
otros seis costureros bolivianos. Nunca nos dijeron nada, ni quisieron
ayudarnos. Ellos sí podían salir los domingos."  
" Se han escapado," corta otro boliviano, quien los conduce a una esquina poco
iluminada donde cuelgan pedazos de cartón sobre los que se ha garrapateado
ofertas de trabajo. Los lleva hacia un coreano que extiende hojas arrancadas
de una libreta sobre las que están escritas a mano, la dirección y el teléfono
de su taller." El coreano no habla el castellano," explica a los jóvenes un
boliviano al servicio del coreano. "Tienen que ir al taller para tratar las
condiciones." Hay otras manos extendiendo hojas entre ellas las de dos mujeres
coreanas muy bien vestidas, también un brasileño. Los dos amigos reciben las
hojas y sus rostros se iluminan. No han dejado de tirititar de frío. Deben
tener no más de 20 años, apenas alcanzan el metro sesenta y vivían en un
barrio de El Alto en La Paz. Nunca pudieron comunicarse con sus padres. Walker
tiene en el bolsillo del pantalón un atado de cartas por enviar. El conocido
es un vecino a quien nunca hablaron en Bolivia, sólo se miraban en las mañanas
en el paradero de bus. Debía ser un estudiante universitario. El hombre sin
nombre los conduce a otro extremo de la plaza donde un grupo dialoga a media
voz, bromean, otros se acoplan para observar en silencioso deleite el paso de
alguna muchacha boliviana. La escrutan abiertamente, la huelen a la distancia. 
Durante horas hasta la madrugada la música mantiene un ambiente de fiesta
pueblerina  en  el  viejo distrito imigrante del metrópole. Hacia las 8 de la
noche, la plaza está en su tope de actividad. Rubén reconoce a una chica
vecina suya. Ella pasa, lo mira como si no lo conociera y sigue su camino. A
las 11 de la noche,  la multitud empieza a ralearse. Las sombras de los
coreanos en la esquina forman una presencia más pronunciada. "Váyanse con
aquel," señala el boliviano conocido. "Es mejor un coreano joven, los viejos
son tramposos." 

El carro patrullero que ha permanecido con su dotación de pie afuera, enciende
sus circulinas. Se  va. Y repican quedas palabras: "Buenas noches, amigo.
Chau. Hasta el próximo domingo." Los forasteros  se adentran en las calles sin
vida. Están terminando las horas de libertad que salen a ventilar sus cuerpos
las noches de domingo desde las entrañas de la industria de la confección. 
Muy poco ha cambiado en la herradura de barrios abrazando el centro de la
ciudad que ha pasado por el dominio sucesivo de italianos, judíos y coreanos
desde hace 80 años. Las viejas casas cubiertas de moho y manchas negras de
musgo muerto apenas se diferencian unas de otras. Aparentemente no hizo falta
construir nada.Discreción y la vela de simplicidad reinan en sus calles
plagadas de comercios donde se alimentan las bodegas de cientos de buses sin
identidad estacionados por los alrededores, a los costados de innumerables
hoteles dedicados al hospedaje de grupos del interior o del exterior,
semejantes al hotel de los peruanos, aguardando la tarde para internarse en
las venas de Brasil con sus bultos enormes de mercaderías compradas de
madrugada en el mercado de la "25 de marzo" y los talleres  ocultos de los
barrios adyacentes. 
 

Trabajar como Chinos 

Los nuevos dueños bolivianos de talleres han aprendido, refinado y eliminado
costos de sus antiguos patrones los coreanos. "Hay que trabajar como chinos"
es su lema. Son ellos quienes traen y atraen a jóvenes bolivianos a Brasil a
través de enganchadores especializados. 
Venir a Brasil para trabajar como costurero ya es una costumbre muy conocida en
Bolivia. Avisos en emisoras bolivianas de rádio pintan atractivos para
reclutas: tres comidas al día y cama por cuenta del patrón, además de un
salario 10 veces más que el salario mínimo boliviano. No se exige experiencia
ni dominio de la costura. 

Entre las varias rutas de que disponen, la usual es ir hasta la ciudad oriental
de Santa Cruz de la Sierra y desde allí embarcar en el "tren de la muerte"
para la larga, caliente y penosa travesía del Chaco hasta Puerto Suárez, en la 
frontera boliviana. Quienes tienen pasaporte piden en Corumbá, en el lado
brasileño, un permiso de entrada de un mes máximo. Quienes no lo tienen
esperan a que caiga la noche para confundirse entre el tropel de comerciantes
y contrabandistas que vienen en buses repletos de mercadería y viajan con
ellos hasta São Paulo sin mayores contratiempos en las paradas de control
policial. Algunos llegan al gigante terminal de Tietê. Otros van para pueblos
del interior donde también hay ya talleres bolivianos. Cada patrón trae sus
propios aprendices, algunos por encargo. Los instalan en algunas de las mismas
viviendas que antes ocupaban los coreanos. El truco es infundirles miedo por
su condición de ilegales.  Aún cuando ellos tengan pasaporte visado, no
consiguen salir a la frontera para prorrogar su visa por un mes más. Como
hicieron los coreanos con sus semejantes, después con los bolivianos, los
nuevos patrones de talleres informales son ilegales; vistos desde el lado de
la legislación brasileña, usando trabajo esclavo. 

Los nuevos migrantes tienen menos miedo que los anteriores. Saben lo que les
puede estar esperando. Y siguen llegando. Los bolivianos dueños de talleres
han aprendido de los coreanos a trabajar con todas las ventanas cerradas,
subiendo el volumen de las radios, para cubrir el ruido de las máquinas.
Impiden la salida de sus costureros a la calle hasta para comprar un caramelo,
imponiendo con promesas de mayores ganancias jornadas de trabajo de lunes a
sábado que empiezan a las 8 de la mañana y terminan más allá de la media
noche, cuando el cuerpo no da más. 

La competencia entre los talleres bolivianos redujoel pago por la costura.
Cosen por encargo. Buscan los avisos en los comercios de coreanos y reciben
pequeños lotes de prendas. Pagan al boliviano no más de un real por coser un
pantalón. El boliviano le paga a su costurero 25 centavos. Un T shirt a 30
centavos cada uno. "Es ganancia limpia," dice Sabino Huamán, hosco tallerista.
"Llegan sin saber nada, cosen mal y ni idea tienen de lo que cuesta manejar un
taller. Ni para hacer un sindicato sirven. A quién van a reclamar?" 
Las enfermedades del oficio pueden causar una paulatina perdida de visión. Los
materiales que más afectan la visión son el color blanco y el negro. También
sufren de enfermedades de las vías respiratorias a causa del polvillo de la
ropa, dolores en las piernas y problemas de circulación y reumatismo por falta
de movimiento, las pésimas condiciones de trabajo y un extendido alcoholismo.
Cuando un boliviano se enferma, tiene que costear él mismo su curación o ir
para un hospital público. 

Al menor indicio de redada policial, trasladan el taller a otro local. Tanto
para alejar a los novatos de los demás como para eludir una probable sorpresa
del fisco, los talleres se han ido trasladando a zonas distantes entre ellas
Guarulhos y Guaianases. Quedar poco tiempo en el mismo lugar es siempre lo
mejor. Alcanzar el dominio de la costura es una obsesión para los costureros
porque les permite cambiar de trabajo al instante y tener más dinero, que
permite el lujo de emborracharse con cerveza en vez de chicha, pagando menos
que en Bolivia. 

El oportunismo y la búsqueda de ganancia  rápida creó en los coreanos hábitos
que les cuesta superar para alcanzar otros dominios. Un ambicioso proyecto
destinado a unir empresas en un consorcio para lanzar su producción a los
mercados internacionales consiguió el apoyo estatal de la Agencia para la
Promoción de las Exportaciones con un subsidio por tres años a partir de
septiembre de 1999, basados en el éxito alcanzado por una empresa que llegó a
efectuar ventas por 300 mil dólares a Chile. Así crearon la marca "Tropical
Spice" como distintiva del Brasil. 

La primera presentación internacional de los coreanos en Las Vegas en febrero
del 2000 fue un salto al desconocido que los privó de sus pretensiones de
grandes industriales del vestido. El  mercado internacional exigió volúmenes
de producción inalcanzables. Por primera vez en años se sintieron ridículos.
Llevaron un catálogo con 150 muestras. Fueron chocados al recibir los primeros
pedidos por 50 a 70 mil unidades a ser entregadas en menos de 30 días.
Imposible de cumplir, dada la estructura de producción en pequeños lotes
basada en talleres mal equipados, la mayor parte en manos de bolivianos
maquilando en piezas de museo. Regresaron con el rabo entre las piernas.
Cuando analizaron los mercados de la moda, nunca pensaron en los volumenes
exigidos por la venta masiva. A  los talleres coreanos y bolivianos de São
Paulo faltan máquinas para producir vestidos de calidad como sí lo tienen los
talleres más avanzados de Bolivia. 

Ahogados en grandes estoques de ropa no vendida, utilizando el mismo catálogo
de Las Vegas circulado en la Internet, los coreanos se lanzaron sobre mercados
pequeños de Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile, sin reparar mucho en la
calidad de sus acabados. Mientras tanto, los coreanos han obtenido un crédito
del gobierno brasileño para modernizar sus máquinas. Los talleristas
bolivianosno pueden vencer las barreras a su participación en proyectos de
este tipo. Una notable incapacidad para actuar en conjunto les impide. Los
hijos de Bolivia, tan aptos para organizar en su tierra hasta marchas
callejeras de sindicatos de ciegos vendedores de fichas telefónicas, no
consiguen unirse en Brasil. 

Pero un hotel del centro de São Paulo está siendo copado por comerciantes
bolivianos provenientes de El Alto al caer el contrabando de productos
brasileños en la frontera con Perú. La apertura de los mercados pone en duda
ahora el viejo dogma geopolítico de los industriales del sur del Perú: El
temor al expansionismo de la producción brasileña que destrozaría la industria
nacional que hizo que los proyectos de integración carretera duerman bajo el
encanto de las frases en los discursos políticos y los de la diplomacia. Pero
con una industria por los suelos y los mercados saturados de productos
importados, querer mantener infranqueable la muralla de los Andes no tiene mas
sentido para la industria del Perú. 

Es un mundo nuevo, ancho y ajeno, que cada vez reconoce menos barreras
políticas y naturales. Llegan productos brasileños al Perú. Llegan inmigrantes
peruanos y bolivianos al Brasil. Los gobiernos acaban aceptando las
situaciones de hecho. Nuevas formas de comunicación y comercio aparecen.
Internet y el transporte barato de avión facilitan información y movimiento.
También hay otras modalidades. Surge un gran comercio internacional en ropa
usada, de los países ricos hacia los pobres. Otro comercio trae carros usados
japoneses al Perú. En Tacna, ciudad peruana fronteriza con Chile, unos 300
comerciantes pakistaníes se han establecido, vendiendo un millón de carros
japoneses en los últimos cinco años. Las barreras nacionales son ahora más
porosas. La riqueza se distribuye por canales propios. Este es el sentido
mayor de la globalización. 
 
  
Albino Ruiz Lazo es investigador del Instituto Fernand Braudel de Economía
Mundial en el Peru. ALgunas ilustraciones de este ensayo son copiadas de
tejidos andinos..
Copyright 2003 Instituto Fernand Braudel de Economia Mundial


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